Por ahora parece subsistir el acuerdo de que es importante para todos que la red hidráulica —o al menos la eléctrica que conecta las centrales de los distintos pantanos, por seguir con la comparación— siga siendo una. Aunque haya diversos voltajes y distintas formas de almacenar la energía, incluso distintas formas de generarla, de nada sirve la energía eléctrica si no puede ser distribuida, puesta a disposición de los que la consumen y están dispuestos a pagar por ello.

Más aún que en la electricidad, el ciudadano está en la base de Internet porque no sólo es el consumidor, sino su principal proveedor de contenidos. Pero, cuando el ciudadano consume información, aumenta también su capacidad de decidir. El capitalismo triunfó por apoyarse en la confianza entre los hombres y en su capacidad para decidir libremente. Pero la industrialización y el taylorismo cayeron en una monstruosidad: reducir a la persona a algunas capacidades que se podían extraer de ella en determinados momentos, las horas de trabajo, que debían separarse, en pro de un mejor rendimiento, de las de ocio. El hombre ponía su ser al servicio de los intereses de empresas y fábricas, complejas en su organización y donde la persona era sólo un elemento, que sometía sus aspiraciones a las de la empresa. El hombre-máquina era esclavo de la tecnología.

Pero se equivocan quienes piensan que las nuevas tecnologías que tanto han facilitado las comunicaciones –ahora comunicaciones electrónicas- redimirán por sí mismas el género humano. Internet no solo no es la tierra prometida, sino que no tiene finalidad en sí misma. No es teleológica, no debe hacerse de ella –ni en lo personal ni en lo colectivo- un absoluto, alterando su condición mediática, instrumental. De lo contrario, el hombre de nuestra época puede también convertirse en esclavo de la tecnología, si confunde lo que el hombre es, la finalidad que debe alcanzar en la vida, con lo que es capaz de hacer, con lo que tiene. Parece obvio, sin embargo, que las nuevas tecnologías representan una nueva oportunidad para que se cumpla el lema del templo de Apolo en Delfos: conócete a ti mismo. Pero precisamente la libertad humana hace que nada de eso sea obvio. El hombre es un ser reflexivo y necesita ejercer sobre sí mismo aquello que Viktor Frankl llamó logoterapia: tiene que ser consciente de la finalidad de su vida. De otro modo, incluso dotado de las mejores armas, será un esclavo.

La desaparición de las grandes tensiones políticas de la Guerra Fría ha ayudado a que los hombres ya no nos vemos urgidos a tomar partido masivamente frente a determinadas opciones. La sociedad deja de parecerse a un enorme portaaviones que surca los mares de forma casi automática obedeciendo órdenes y donde miles de personas viajan sin necesidad de saber qué rumbo siguen. Cada vez se parece más a una enorme regata de pequeñas embarcaciones capaces de surcar los océanos. Se acabaron los tiempos de las gestas polares. Pero el GPS y cualquier otro sistema de navegación no sirven a quien no sepa dónde quiere ir. La nueva red está moldeada para ser más útil a las personas. Pero cada hombre o mujer tiene que seguir decidiendo qué quiere hacer con su vida. Esa tarea, como siempre, corresponde solo a cada uno, que con Internet y sin ella sigue respondiendo de su propio destino, y nadie nos la puede hurtar.

La historia se desarrolla fundamentalmente a base de la colaboración entre los hombres. Pero todos encontramos dificultades para colaborar con los demás. Aún cuando estamos llamados a colaborar y eso es algo que cada uno es también capaz de reconocer dentro de sí. Y por ser Internet un sistema basado en la colaboración entre personas, se adapta de forma peculiar a la forma como funcionan los seres humanos. Particularmente este nuevo desarrollo de Internet, esa Web 2.0, y que no consiste en repartir café para todos, sino en potenciar la capacidad de colaboración de unos con otros para elaborar un producto común. De ahí surge el micropoder.

La falta de una adecuada perspectiva antropológica es, me parece, lo que hace que muchas reflexiones sobre Internet deriven en puras evidencias que todos conocemos o en adivinanzas futuristas de escaso valor. Si queremos saber cómo puede ayudar Internet a la persona, hemos de saber qué es Internet, pero también qué es la persona. Es obvio que todas las personas necesitamos comunicarnos. Pero está menos claro si todo en la vida es cuestión de comunicación y si Internet puede satisfacer todas las necesidades de comunicación.

Como muchas otras formas de comunicación, Internet utiliza símbolos, que tienen un carácter virtual: representa y transmite imágenes, percepciones, deseos y aspiraciones de las personas que han creado esos símbolos, pero no trasmite realidades. Los símbolos pueden impresionar, educar al transmitir una información, pero sólo relativamente transformar a las personas y al mundo en que vivimos o transmitir una vivencia. Y es que los símbolos no son unívocos en su significado. Tampoco son biunívocos, porque no implican una comunicación recíproca. No existe un único símbolo para representar una realidad: una foto y un cuadro pueden ser muy parecidos, pero en muchos casos es posible decir que uno de los dos evoca mejor la presencia de lo representado. Y cuando una persona elige un símbolo, no es fácil que esté segura de que es la mejor manera de representar una realidad para las personas a las que va destinado el signo.

Hay cosas que no pueden transmitirse sin más por medio de símbolos: exigen cierta presencia. De ahí que sea una experiencia universal que la distancia enfría las amistades. Y es que la naturaleza no es reducible a símbolos, no es (al menos no totalmente) manipulable. Todo símbolo es una elaboración técnica, producto de una cultura, de una forma de interpretar la realidad, y por tanto siempre mejorable. Una cultura, a su vez, es producto de la colaboración entre muchos. Cada persona humana surge de la colaboración entre un hombre y una mujer. A lo largo de su vida, la persona es formada por medio de una educación en la que colaboran muchas personas… Pero cada persona supone también una innovación radical, de hecho es lo más radicalmente nuevo que puede aparecer sobre nuestro planeta.

A diferencia de las personas, los símbolos no viven, y menos personalmente. Sirven a la sociedad, y a su vez ésta sirve a la persona.  Pero las personas hacen distinto uso de los símbolos, y no aprovechan para lo mismo el poder —micro o macro— que éstos les dan. Veámoslo con un caso. Al desembarcar en 1519 en Cozumel, supo Hernán Cortés de algunos españoles que habían sido capturados por los mayas y acordó pagar por ellos un rescate. A uno de los españoles, Fray Gerónimo de Aguilar, le dio permiso para marchar su amo indígena. Cuando Fray Gerónimo se dirigió a otro español, Gonzalo Guerrero, mostrándole la carta de Cortés. Pero Guerrero se había integrado en la sociedad de sus captores, y le respondió, según la Historia concluida en 1568 por Bernal Díaz del Castillo: 
Hermano Aguilar, yo soy casado y tengo tres hijos. Tienenme por cacique y capitán, cuando hay guerras, la cara tengo labrada, y horadadas las orejas que dirán de mi esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que estos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traeis, para darles, y diré, que mis hermanos me las envían de mi tierra. La muger con quien el Guerrero estaba casado, que entendió la plática del Gerónimo de Aguilar, enojada con él dijo: Mirad con lo que viene este esclavo á llamar á mi marido, y que se fuese en mala hora, y no cuidase de mas. Hizo de nuevo instancia Aguilar con el Guerrero, para que se fuese con él: diciéndole, que se acordase era cristiano y que por una india no perdiese el alma, que si por la muger y hijos lo hacían que los llevase consigo, si tanto sentía el dejarlos.

Guerrero se quedó con los mayas y murió haciendo honor a su apellido, luchando contra los españoles en 1536. Aguilar marchó con Cortés, a quien ayudó como traductor del maya, si bien pasó a segundo plano cuando aprendió castellano la indígena Malintzin (“la Malinche” o “Doña Marina”), que dominaba el maya y el náhuatl.

Cortés tenía un problema de comunicación. Cuando consiguió superarlo, puso ese poder de comunicación que le daban los intérpretes, al servicio de su propósito de conquista de México. En realidad, Cortés desembarcó en la costa americana sin tener ni idea de la existencia de México y fue la comunicación con los indígenas la que le descubrió ese imperio desconocido. Dejemos ahora de lado si la conquista de México debe interpretarse —en parte o principalmente— como liberación de un pueblo que estaba sometido a una tiranía —interpretación con la que seguramente Cortés estaría de acuerdo— o si era una conquista ilegítima (tal como veía el asunto buena parte de los aztecas). La cuestión es que, entre los españoles que tenían el poder de comunicación que les ofrecía el conocimiento de lenguas indígenas, algunos como Aguilar ayudaron a Cortés, y otros como Guerrero no. Lo mismo podría decirse de indígenas como La Malinche, pero resulta más llamativo el caso de los españoles y en concreto el de Guerrero.

¿Era Guerrero un traidor a su patria, un hombre que no supo ver la oportunidad de triunfar en la vida que se le ofrecía, que malgastó el poder, o un modelo de respeto a las costumbres indígenas y de fidelidad a la familia que había constituido? Pienso que no es necesario resolver la disyuntiva. Los personajes mencionados se habían propuesto distintos objetivos en la vida. Puede que todos triunfaran. Sobre todo, si triunfar no es detentar el poder desde un bando para derrotar a otro. No niego que eso —el enfrentamiento entre hombres, incluso entre civilizaciones— pueda suceder, haya sucedido, siga sucediendo y que haya quien piense que así es como se desarrolla la historia. Pero yo no lo pienso. Tratándose de personas distintas, Cortés y Guerrero tuvieron también vivencias distintas y para vivir necesitaron de forma diferente de ciertos símbolos que aparentemente compartían. Es de destacar la capacidad de ambos españoles por implicarse en una realidad de una forma que no era ni en el caso de Cortés meramente manipularla, ni en el de Guerrero disolverse en ella: ninguno de los dos se enquistó, estableciéndose como un extraño ajeno al mundo que le rodeaba (un tópico que suele emplearse para la colonización anglosajona de América), sino que interaccionó con su entorno: ejercieron el micro (o no tan micro) poder al que tuvieron acceso, pero de distinta forma. Eso exigía a ambos reconocer la realidad y para ello necesitaban signos con los que comunicarse.

La realidad para la que Guerrero necesitaba los símbolos de la lengua maya era la familia que había formado —y que no sospechaba que iba a formar, cuando fue capturado—, mientras que Cortés adaptaba a sus ambiciosos planes —no cabe negar que aspiraba a cierta gloria: pero eso no significa que para él los demás hombres fueran meros peldaños en los que apoyarse— las informaciones sobre un mundo que igualmente desconocía. Recordemos cómo otro de los personajes, Fray Gerónimo, evolucionó desde una posición en parte parecida a la de Guerrero hacia otra más parecida a la de Cortés. Separado de los españoles, el fraile no supo, no pudo o no quiso ser en el mundo maya más que un prisionero. En esas condiciones de vida, no pudo (o no supo, aunque probablemente quiso) ofrecer a los mayas lo que como evangelizador estaba preparado para ofrecerles. Pero al menos aprendió su lengua, lo que teóricamente podría facilitar su misión si volvía con los españoles, aunque finalmente contó más la ayuda que como traductor podía prestar a Cortés. A su vez, Cortés no pretendía (o no sólo) imponerse con violencia a los indígenas, cuestión para la cual la lengua, si bien podía ayudar, no era imprescindible; sino también hacerles comprender su postura negativa ante elementos culturales de las sociedades indígenas incompatibles con su concepto de la dignidad humana, como los sacrificios humanos.

De acuerdo