LOS ACONTECIMIENTOS que estamos presenciando en España y que constituyen un verdadero choque de trenes entre los tres poderes del Estado han abierto una etapa nueva de nuestra vida en común.

Si la Constitución es ese baúl donde las sociedades consagran, conservan y protegen su mayor tesoro, el de las reglas de juego de la convivencia, la desconstitucionalización es un falseamiento del Estado de derecho que representa precisamente el asalto, con vocación de saqueo, de esas reglas de juego que garantizan la convivencia libre y pacífica de las personas. El fenómeno es una suerte de erosión, de debilitamiento de la fuerza normativa de la Constitución. Eso, en sí mismo, constituye un deterioro del capital jurídico de una sociedad.

¿Quiénes pueden ser? Existen dos tipos de operadores de la desconstitucionalización: los poderes públicos, por un lado, y la propia comunidad, por otro. Aunque pueda parecer sorprendente, esto último ha sucedido en el Reino Unido, cuando con motivo del Brexit algunos tabloides publicaron portadas hablando de los jueces como enemigos del pueblo, sencillamente por ejercer su función jurisdiccional, definiendo y limitando distintos aspectos de cómo debía producirse la separación británica de Europa.

Un fenómeno de desconstitucionalización, por ejemplo, es cuando se dictan, por el poder legislativo o por quien posea facultades para ello, normas o leyes que de hecho son contrarias a la Constitución, pero que no son declaradas inconstitucionales por los órganos de control de la Justicia constitucional. Como dijo Kelsen, una ley inconstitucional hasta que no sea declarada como tal vale como constitucional. Se presume la constitucionalidad de cualquier norma con valor jurídico. Ahora, si en un país en el que su órgano legislador, o el propio gobierno a través de sus competencias promulgan una cantidad impresionante de leyes inconstitucionales, su Congreso se transforma en una fábrica de leyes inconstitucionales, no declaradas como tales por quien corresponda. Ese proceso contribuye por supuesto a disminuir, en manera muy significativa, la fuerza normativa de la Constitución. De facto puede provocar su completa derogación, aún sin que esta sea declarada formalmente.

Otro método sería el vaciamiento, el desmontaje, del texto constitucional. No se trata de cambiar la Constitución, sino de hacerle caso omiso. Algunos operadores legales son despreciados, ninguneados y borrados del mapa. ¿Cómo lo hacen? Básicamente incumpliendo con deberes asignados al Estado, por ejemplo, el deber de no inmiscuirse el Ejecutivo en cuestiones judiciales. El incumplimiento de obligaciones o de prohibiciones constitucionales puede llevar a problemas graves de inconstitucionalidad por omisión o por negación. En ambos supuestos se inflinge un debilitamiento muy fuerte a la fuerza normativa de la Constitución.

Otro fenómeno sería la disminución, la eliminación o el anestesiamiento de los órganos de control de la Constitución. Instituciones como el Defensor del Pueblo, la Fiscalía General de la Nación o el mismo poder judicial, son devaluados, son satelizados, son colonizados o inclusive, cuando esto no es posible, son directamente desprestigiados por los agentes operadores desconstitucionalizadores. Por ejemplo, Argentina en estos momentos, está sufriendo un serio riesgo de poner bajo estado de sitio al poder judicial so pretexto de que no ha sido electo democráticamente a través de comicios. Este argumento, dicho por autoridades relevantes del ámbito del Ejecutivo, comienza también a utilizarse en España.

Se le reprocha así a un poder del Estado ser un mal poder, ser un poder nocivo, ser un poder en los bordes de la legalidad constitucional, cuando, por el contrario, ese poder ha sido específicamente elegido, de acuerdo a la Constitución aprobada por la comunidad, por el poder constituyente, y tiene una función esencial en el contrapeso y equilibro de poderes. Esto sucedió de una forma clara, descarada, cuando diversas instituciones y líderes sociales y políticos en Cataluña, comenzando por el propio Gobierno autonómico, comenzaron a decir que no se podía aceptar y respetar una sentencia del Tribunal Constitucional español que declaraba inconstitucionales determinados aspectos del recientemente aprobado Estatuto de Cataluña, que había sido refrendado por el pueblo.

Algunos episodios similares están sucediendo en la actualidad. La emisión de normas inconstitucionales, pero no declaradas así por quién corresponde; la manipulación, la perversión, la interpretación retorcida de la Constitución, la corrupción de la misma vía con interpretaciones mutativas contra la letra, el espíritu o la ideología de la ley de leyes; su vaciamiento o desmontaje; el ataque al poder judicial y al Tribunal Constitucional con la excusa de su carácter partidista o de su composición ideológica constituyen los rasgos principales de la realidad a la que estamos aludiendo.

Finalmente, aparte del desconocimiento o la indiferencia respecto a la Constitución puede existir una tercera manifestación social mucho más preocupante, que es su desprecio, entender que es algo digno de ser pisoteado. Esta es una postura muy frecuente en movimientos populistas o nacionalistas que rechazan los textos constitucionales, sean de cuño monárquico o republicano, que no coinciden con los apetitos hegemónicos de estos movimientos. El desprecio a la Constitución por razones ideológicas constituye uno de los episodios más graves del proceso que comentamos. Este, ante la repetición de tantos y tantos casos de desconstitucionalización en el mundo contemporáneo y en particular, en numerosos países latinoamericanos, no puede ser ignorado al analizar el falseamiento del Estado de derecho.

Pero no solo en América. En España, más de dos millones de personas están convencidas en Cataluña, de que su libertad, el deseo de tener un Estado propio, está por encima de la Constitución, de que no puede ser un obstáculo para ejercer un derecho a la autodeterminación dentro de un Estado de derecho. Esta gravísima situación es el resultado del trabajo constante de algunas élites políticas dedicadas a la intoxicación de la población. Esos procesos han generado zonas de desertificación en cuanto a la vinculación de la comunidad al imperio de la ley, que urge recuperar. La mecha prendida del falseamiento del Estado de derecho puede terminar, si no se ataja a tiempo, con la explosión de una democracia, como sucedió en Venezuela, causando verdadera desolación y muerte.

ACTUALMENTE son muchos, tal vez demasiados, los casos vividos en países donde se ha distorsionado, primero, falseado después, y en algún caso, como el de Venezuela o Nicaragua, destruido finalmente el Estado de derecho. En España hemos comenzado un camino peligroso, que conviene desandar. Son muchos quienes advierten la gravedad de la situación. Necesitamos estar alerta, conocer las amenazas y descubrir los elementos de defensa tan importantes como la libertad de prensa, la independencia judicial, o la cultura del aprecio al imperio de la ley por encima del imperio de la fuerza. En numerosos países, actores políticos de primer orden, poder ejecutivo, poder legislativo, e incluso el poder de algunos medios de comunicación, intentaron romper el marco constitucional de convivencia en la sociedad; apuntaron hacia el desprestigio de las instituciones, y por tanto menoscabaron peligrosamente el imperio de la ley. Eso no va a suceder en España, pero para ello es necesario recuperar la moderación del poder, y el acatamiento de todos sus limites, que son los establecidos en la Constitución. Solo asi puede garantizarse la protección de la dignidad, la libertad y los derechos de todos los ciudadanos y evitarse el gobierno de la fuerza, sea por vía de uno o varios partidos, una ideología o un líder autocrático.

 

Javier Cremades

De acuerdo