La solicitud de orden de arresto de la CPI contra el presidente del Tribunal Supremo talibán por persecución de género revive debates históricos sobre la complicidad judicial en atrocidades masivas.
El 23 de enero de 2025, la Fiscalía de la Corte Penal Internacional presentó una solicitud histórica: la orden de arresto contra Abdul Hakim Haqqani, presidente del Tribunal Supremo del régimen talibán, por crímenes de lesa humanidad. La imputación —persecución sistemática de mujeres, niñas y personas LGBTQI+ por motivos de género— plantea una pregunta que ha perseguido al derecho internacional desde Núremberg: ¿cuándo y cómo pueden los jueces ser considerados criminales de guerra?
La respuesta, construida sobre precedentes históricos cruciales, revela una verdad incómoda: el poder judicial, diseñado como guardián de derechos fundamentales, puede transformarse en el instrumento más eficaz de opresión cuando sus magistrados abdican de su deber de impartir justicia.
El precedente de Núremberg: cuando la toga oculta la daga
En 1947, un tribunal militar estadounidense en Núremberg llevó a cabo el tercer juicio de los procesos posteriores al Tribunal Militar Internacional: el Justice Trial o Juicio a los Juristas (United States v. Josef Altstötter, et al.). Dieciséis funcionarios del sistema judicial nazi —incluyendo jueces del Tribunal Supremo, fiscales y funcionarios del Ministerio de Justicia del Reich— enfrentaron cargos por «asesinato judicial y otras atrocidades, que cometieron destruyendo el derecho y la justicia en Alemania y luego utilizando las formas vacías del proceso legal para la persecución, esclavización y exterminación a gran escala».
El fiscal principal, Telford Taylor, resumió la gravedad de estos crímenes con una frase que resuena 78 años después: «La daga del asesino estaba oculta bajo la toga del jurista». Los magistrados nazis no simplemente obedecieron órdenes: transformaron activamente los tribunales alemanes en instrumentos del terror. Aplicaron leyes de «pureza racial», impusieron sentencias de muerte por ofensas menores contra disidentes políticos, legitimaron la esterilización forzada de personas consideradas «racialmente impuras» o discapacitadas y denegaron sistemáticamente protecciones procesales básicas a judíos y opositores del régimen.
Oswald Rothaug, magistrado jefe del Tribunal Especial de Núremberg, fue condenado por presidir juicios que eran «demostraciones políticas» donde los acusados apenas fueron escuchados por el tribunal. Durante los procedimientos, Rothaug presionaba activamente a testigos para hacer declaraciones incriminatorias mientras descartaba sistemáticamente la evidencia exculpatoria. Su conducta judicial no fue mera complicidad pasiva, sino participación activa en la persecución.
El tribunal condenó a diez de los acusados. Cuatro recibieron cadena perpetua y seis penas de prisión variables. El veredicto estableció principios fundamentales: la posición judicial no confiere inmunidad por crímenes internacionales; aplicar leyes injustas con conocimiento de sus consecuencias criminales constituye participación punible; y los jueces tienen responsabilidad individual por pervertir la administración de justicia para facilitar atrocidades.
Argentina: juzgando a quienes garantizaron la impunidad
Casi 70 años después de Núremberg, Argentina proporcionó el segundo precedente crucial sobre responsabilidad judicial por complicidad en crímenes de lesa humanidad. El 26 de julio de 2017, un tribunal federal en Mendoza condenó a cadena perpetua a cuatro exjueces federales —Otilio Romano, Guillermo Max Petra Recabarren, Luis Miret y Rolando Carrizo— por su rol durante la dictadura militar de 1976-1983.
La novedad jurídica fue extraordinaria. Los magistrados no fueron condenados por cometer directamente torturas o asesinatos, sino por garantizar la impunidad mediante la omisión sistemática de investigar y denunciar crímenes de lesa humanidad que conocían por sus roles judiciales. El tribunal consideró que los jueces fueron «partícipes primarios» o «partícipes necesarios» de los delitos —secuestros, torturas, asesinatos— cometidos por militares y policías. «Partícipes primarios significa que los jueces realizaron un aporte esencial a la realización del delito, por eso la pena es la misma que para los autores materiales», explicó Alan Iud, abogado de Abuelas de Plaza de Mayo.
Otilio Romano, el más emblemático de los condenados, fue responsabilizado por 84 secuestros, 38 torturas y 33 homicidios. Su conducta judicial fue sistemática: archivaba denuncias de familiares de desaparecidos, rechazaba recursos de hábeas corpus sin investigación real y garantizaba a los represores que podían operar sin consecuencias legales. Como declaró Pablo Salinas, querellante por el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos: «Los jueces condenados dijeron a los represores: “Secuestren, aprópiense de niños, que nosotros les cubrimos las espaldas sin investigar y archivando las denuncias”».
El fallo de Mendoza fue histórico porque reconoció que «la represión no funcionó sin la participación necesaria de los jueces, no pudo funcionar sin ellos». A diferencia del juicio de 1985 a los comandantes de las juntas militares —que juzgó a los arquitectos de la represión—, el juicio de Mendoza de 2017 reconoció que el aparato judicial fue cómplice estructural del terrorismo de Estado. Sin jueces dispuestos a mirar hacia otro lado, el sistema de desapariciones forzadas, tortura y asesinatos no habría podido sostenerse con tal impunidad.
Del precedente a la práctica: el caso Haqqani
La solicitud de la Fiscalía de la CPI contra Abdul Hakim Haqqani se inscribe directamente en esta tradición jurídica. Como Qazi al-Quzzat (presidente del Tribunal Supremo talibán), Haqqani ocupa la posición de máxima autoridad judicial en Afganistán, con control efectivo sobre todo el sistema de justicia. La Fiscalía alega múltiples formas de participación criminal que resuenan con los precedentes de Núremberg y Argentina.
Primero, comisión directa mediante decisiones judiciales discriminatorias. Al igual que Rothaug en Núremberg, Haqqani habría emitido directivas vinculantes ordenando la aplicación de interpretaciones extremas de la sharía que privan sistemáticamente a mujeres y niñas de derechos fundamentales. El sistema judicial talibán impone castigos corporales y capitales a personas LGBTQI+ por «crímenes de moralidad», aplicando sentencias que constituyen actos directos de persecución.
Segundo, garantía de impunidad mediante omisión de investigar. Como los jueces argentinos en Mendoza, Haqqani habría permitido que el aparato estatal talibán cometa violaciones masivas de derechos humanos sin consecuencia judicial alguna.
Tercero, legitimación ideológica del sistema represivo. Haqqani no es solo magistrado, sino sheikh (erudito religioso) que proporciona justificación teológica a las restricciones discriminatorias. Esta legitimación judicial y religiosa neutraliza la oposición interna y externa, estableciendo el régimen discriminatorio como supuestamente conforme al derecho islámico —aunque destacados eruditos musulmanes y organizaciones como la OCI lo rechazan—.
Cuarto, diseño institucional del aparato persecutorio. Como presidente del Tribunal Supremo, Haqqani supervisa la estructura judicial que institucionaliza la discriminación. No se trata de aplicación aislada de normas injustas, sino de diseño deliberado de un sistema judicial que funciona como instrumento de opresión masiva.
Cuando la toga se convierte en arma: elementos de responsabilidad judicial
Los precedentes históricos y el caso Haqqani revelan patrones comunes sobre cuándo los jueces cruzan la línea de funcionarios estatales a criminales de guerra.
Transformación del proceso judicial en farsa. En Núremberg, Rothaug convirtió juicios en «demostraciones políticas» donde los resultados estaban predeterminados. En Afganistán, el sistema judicial talibán aplica una «justicia» donde las mujeres carecen de protecciones procesales básicas y los veredictos reflejan ideología discriminatoria más que derecho.
Aplicación sistemática de normas discriminatorias con conocimiento de sus consecuencias. Los jueces nazis sabían que aplicar leyes de «pureza racial» conducía a la muerte y esterilización forzada. Los jueces argentinos sabían que archivar denuncias de desapariciones permitía continuar el terror. Haqqani, como miembro del círculo íntimo del Líder Supremo talibán, conoce que las directivas judiciales que emite resultan en la privación masiva de derechos fundamentales de aproximadamente la mitad de la población afgana.
Garantía activa de impunidad para perpetradores directos. La omisión judicial no es neutra cuando los funcionarios conocen crímenes y deliberadamente no actúan. Haqqani ejerce autoridad suprema sobre un sistema judicial que no investiga ni sanciona violencia contra mujeres, enviando un mensaje claro de que tal violencia es permisible.
Perversión del lenguaje del derecho para legitimar atrocidades. Los nazis utilizaron «formas vacías del proceso legal» para encubrir asesinatos. Los talibanes invocan interpretaciones religiosas y lanzan procedimientos judiciales formales para dar apariencia de legalidad a la persecución masiva.
El derecho internacional responde: artículo 25 del Estatuto de Roma
El Estatuto de Roma proporciona un marco jurídico preciso para atribuir responsabilidad a funcionarios judiciales. El artículo 25(3) enumera múltiples modos de participación criminal aplicables al caso Haqqani y futuros casos de magistrados cómplices.
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Comisión directa (art. 25(3)(a)): cuando jueces dictan personalmente sentencias que constituyen crímenes, como condenar a muerte o tortura a víctimas por su identidad de grupo.
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Ordenar (art. 25(3)(b)): cuando presidentes de tribunales supremos emiten directivas vinculantes a jueces subordinados para aplicar normas discriminatorias.
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Complicidad (art. 25(3)(c)): cuando funcionarios judiciales proporcionan asistencia que tiene «efecto sustancial» en la comisión de crímenes, con conocimiento de su contribución.
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Responsabilidad del superior (art. 28): cuando presidentes de tribunales ejercen control efectivo sobre aparatos judiciales cuyos miembros cometen crímenes y omiten tomar medidas razonables para prevenir o sancionar tales conductas.
El caso Al Hassan ante la CPI —donde un jefe de «policía islámica» fue condenado por persecución en Tombuctú— estableció precedente directo: la imposición coercitiva de códigos discriminatorios mediante estructuras estatales o paraestatales constituye crimen de lesa humanidad.
Más allá del castigo: Estado de derecho y confianza institucional
La importancia de juzgar jueces cómplices trasciende el castigo individual. Como observó el presidente Raúl Alfonsín al ordenar el juicio a las juntas militares en 1985, procesar responsables de atrocidades busca «reconstruir la confianza de la sociedad en las instituciones estatales». Cuando el poder judicial —última línea de defensa contra la tiranía— se convierte en instrumento de opresión, el tejido mismo del Estado de derecho se desgarra.
El juicio de Mendoza de 2017 reconoció esta dimensión sistémica. Como declaró el querellante Pablo Salinas, el fallo fue «ejemplar a nivel internacional. Creo que después del juicio a los jueces del nazismo no hay otro antecedente en el mundo». La sentencia no solo castigó conductas individuales, sino que reconoció oficialmente que el Poder Judicial argentino fue cómplice estructural del genocidio, reconocimiento esencial para la reforma institucional y la reconciliación.
Para Afganistán, donde Haqqani controla el aparato judicial que debería juzgarlo, la CPI representa la única vía hacia justicia. La Fiscalía enfatizó que «dada la conexión cercana entre Haqqani y los talibanes, y el ejercicio de autoridad nacional de facto por los talibanes dentro de Afganistán», cualquier procedimiento nacional genuino es «muy improbable». Un presidente de tribunal supremo no puede ser juzgado imparcialmente por el sistema que él mismo controla.
Conclusión: la daga bajo la toga
Setenta y ocho años después de Núremberg, la lección permanece vigente: los jueces pueden ser criminales de guerra. No por ignorancia o error profesional, sino por pervertir deliberadamente la administración de justicia para facilitar atrocidades masivas.
El caso Haqqani actualiza esta verdad para el siglo XXI. La persecución de género institucionalizada mediante estructuras judiciales formales —negando a mujeres y niñas derechos a educación, movimiento, expresión y vida digna— constituye crimen de lesa humanidad cuando alcanza escala sistemática.
La daga del asesino, como observó el fiscal Taylor en 1947, sigue oculta bajo la toga del jurista. Pero el derecho penal internacional, construido sobre precedentes de Núremberg a Mendoza, ahora cuenta con herramientas para exponer esa daga y exigir rendición de cuentas.
La solicitud contra Haqqani —primera contra un presidente de tribunal supremo por persecución de género— marca un nuevo capítulo en esta evolución jurídica. Envía un mensaje inequívoco: ninguna posición, por elevada que sea, proporciona refugio a quienes transforman la justicia en instrumento de opresión.
Para las mujeres y niñas afganas cuyas vidas han sido devastadas por el régimen talibán, la acción de la Fiscalía representa reconocimiento oficial de que su sufrimiento constituye crimen internacional grave. Para funcionarios judiciales en regímenes autoritarios que enfrentan presiones para participar en persecución, representa advertencia: la historia y el derecho internacional eventualmente exigirán cuentas.
Y para el sistema global de justicia penal, representa la reafirmación de un principio fundamental: cuando quienes deben impartir justicia se convierten en perpetradores de injusticia, el derecho internacional debe poder llamarlos lo que son: criminales, y tratarlos en consecuencia.
Otros países, como Venezuela, no escapan a esta cruda realidad: jueces que participan activamente en la perpetración de actos de persecución en contra de quienes son percibidos como opositores al régimen de Maduro. Es imposible la perpetración de crímenes de lesa humanidad en un país que tenga un sistema de justicia autónomo, independiente e imparcial. No puede haber impunidad.
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