A Tocqueville se le atribuye la condición de padre intelectual de la sociedad civil. El gran mérito del autor de la Democracia en América fue pensar en los problemas de la democracia con una mentalidad democrática. Como el empresario que precisamente por amar a su empresa se pone a inspeccionar las cosas que pueden ir mal dentro de ella. Y en esa vigilancia democrática de los posibles defectos de la democracia, el gran pensador francés se dio cuenta de que la democracia empoderaba al mismo tiempo que desempoderaba a la sociedad. La empoderaba en la medida en que le otorgaba la soberanía, es decir, la decisión sobre el gobierno. Pero una vez ejercido el derecho al voto, el que resultaba realmente empoderado era el Gobierno. Precisamente porque todos los ciudadanos eran iguales, porque ya no había ciudadanos grandes que pudieran ejercer cierto contrapeso al poder, este podía volverse despótico.

Toda la reflexión de Tocqueville gira en realidad en torno a esta idea nuclear. Cómo lograr que el poder democrático no se vuelva tiránico. Cómo hacer que, una vez elegido a sus representantes públicos, la sociedad mantenga cierta capacidad de control. Y todo ello sin volver a los viejos esquemas de la sociedad aristocrática. La respuesta la encuentra el autor francés en América. Allí es donde descubre una sociedad en la que los pequeños ciudadanos se hacen grandes frente al poder agrupándose en torno a objetivos comunes. Y, a partir de esa experiencia, Tocqueville piensa que el asociacionismo puede jugar, respecto a los poderes democráticamente elegidos, una función similar a la que jugaban las clases aristocráticas frente a los monarcas absolutos. Una de función de moderación, equilibrio y réplica al Gobierno.

En definitiva, lo que pensaba Tocqueville es que la democracia aumentaba el poder de los gobiernos porque les daba una legitimidad de origen que no tenían antes, y que, para compensar esta situación, y frenar sus posibles desmanes, los ciudadanos debían organizarse alrededor de unas metas o intereses comunes. Pues nada respeta y teme más un poder democráticamente elegido que a la opinión pública, los ciudadanos que no quieren ser avasallados deben reunirse y hacerse oír. Por sí mismo, ningún individuo, por poderoso que sea, tiene esa fuerza. Pero muchos juntos sí pueden tenerla. Y no solo fuerza. Sobre todo acumulan legitimidad para que su opinión sea tenida en cuenta.

Todas estas ideas las traigo aquí al hilo de las protestas agrícolas que se han venido produciendo a lo largo de toda la geografía española, en muchos casos, promovidas de forma espontánea o casi espontánea, y no articuladas a través de las asocia ciones agrarias. Es difícil no sentir simpatía haci a un sector que, a mi juicio, no sólo ha sido manifie stamente postergado por las políticas públicas en los últimos años, sino que tampoco ha recibido el cariño y reconocimiento social que merece. Ya he escrito varias veces al respecto y no quiero reiterarme. Pero si durante la pandemia no tuvimos problemas de abastecimiento (y sí los tuvimos con las mascarillas) es gracias a toda esta gente que ha salido con sus tractores a las carreteras. Nuestra soberanía alimentaria (nada más y nada menos) depende de la agricultura, como también depende de ella (nada más y nada menos) que el mantenimiento del medio rural (y todo el patrimonio histórico y natural asociado al mismo), el equilibrio demográfico y la balanza comercial, entre otras cosas.

Sin embargo, precisamente por su convocatoria al margen de las asociaciones agrarias, estas protestas confieso que me han generado un pensamiento ambivalente y la reflexión en forma de pregunta que da título a este artículo. ¿Estamos ante el final de la sociedad civil organizada? O dicho de otra forma. ¿Estamos ante el inicio de una nueva forma de articulación de la sociedad civil, basada en reuniones espontáneas al margen de las organizaciones? En mi opinión, movimientos como el 15M evidenciaron la provisionalidad y caducidad de todo este tipo de manifestaciones que podríamos llamar «incontroladas» y llevadas a cabo por líderes informales. Del mismo modo que no hay alternativas a los partidos políticos, tampoco las hay para las instituciones que vertebran la sociedad civil. Otra cosa es que tanto unos como otras estén llamados permanentemente al esfuerzo de captar la sensibilidad y preocupaciones de sus bases.

Como firme defensor de la sociedad civil, soy también un firme defensor de las organizaciones a través de las cuales ésta se articula: asociaciones, colegios profesionales, fundaciones, ONGs… y por supuesto medios de comunicación. Volviendo a Tocqueville, solo estas instituciones, que suman muchas voces individuales, pueden hacer grandes a los ciudadanos y pequeños a los gobiernos. Participar en la vida civil a través de ellas no solo es la forma más genuinamente democrática de ser ciudadano, sino también la forma más inteligente y eficaz. Porque como afirmaba el pensador francés, en las sociedades democráticas e igualitarias, los individuos, por nosotros mismos, somos poca cosa. Las redes sociales pueden alimentar la ilusión contraria, pero es falsa. Para co ntrapesar a los poderes públicos, necesitamos organizarnos y de una forma estable y permanente.

Como firme defensor de la sociedad civil, soy también un firme defensor de las organizaciones a través de las cuales ésta se articula: asociaciones, colegios profesionales, fundaciones, ONGs… y por supuesto medios de comunicación.

 

Francisco J. Fernández Romero, socio director de Cremades & Calvo-Sotelo (Sevilla)

De acuerdo