La Constitución de 1812 ha marcado un hito político en la historia de nuestro país. Por primera vez, los españoles fueron conscientes de que la soberanía nacional residía en el pueblo y no en la monarquía absoluta. Frente al imperio del rey, “La Pepa” marcó una ruptura, un cambio radical, en la forma de entender el poder político en la sociedad española.

Con una firma, el nuevo orden constitucional pasaba a ser titular de la soberanía de la nación, una titularidad que hasta ese momento correspondía al Rey. La corona traspasaba su poder al pueblo soberano. Una iniciativa revolucionaria entonces, que se remontaba a la soberanía del demos ateniense, y que puso los sólidos cimientos de la democracia que mucho después se instalaría definitivamente en nuestro país.

Doscientos años después, asistimos a una nueva revolución democrática. El desarrollo de las nuevas tecnologías ha traído consigo algo más que un cambio en las comunicaciones. El acceso del ciudadano a las nuevas herramientas de participación e intervención directa en la vida pública que posibilitan las nuevas tecnologías está dando lugar a una nueva era y a una nueva forma de soberanía nacional: la soberanía digital.

El fenómeno de Internet y las redes sociales han situado al ciudadano en el primer plano de la esfera pública gracias a las plataformas de comunicación de enorme repercusión que posibilita. La Red 2.0 supone el final de la llamada vieja sociedad en la que el poder ostentaba el control de la información y de la comunicación. Gracias a  Internet, cada persona cuenta. Este poder de influencia del ciudadano en la Red es la que yo denomino micropoder.

Esta nueva transición democrática de la era digital, sumada a las consecuencias de la crisis económica, ha supuesto el despertar democrático de una sociedad que estaba sumida en la apatía política. La participación política es un derecho constitucional que desde hace algunas décadas había pasado a un segundo plano en nuestra sociedad. El interés por los asuntos públicos se había limitado exclusivamente al acto periódico de participar en los procesos electorales y a la intervención ocasional en algún acto o manifestación pública en relación a algún hecho muy concreto. Nada más.

En general, nuestras ocupaciones y preocupaciones diarias convertían nuestros derechos políticos, heredados tras largos siglos de luchas y difíciles conquistas, en algo secundario. Esta actitud empobrecía nuestras democracias. De alguna manera, todos nos habíamos hecho a la idea de el sistema funcionaba solo, como si dispusiera de un piloto automático.

Ahora las cosas han cambiado. La crisis económica ha provocado que los ciudadanos cuestionen cada vez más las decisiones políticas y desconfíen de sus representantes, lo que ha derivado en otra crisis: la política. La sociedad, y en concreto las generaciones más jóvenes, se han dado cuenta de que es indispensable despertar y formar parte del proceso de toma de decisiones políticas para poder cambiar las cosas. En esta tarea, las posibilidades que permite Internet están desempeñando un papel clave.

Los poderes públicos deben adaptarse a este nuevo contexto y de la mano de las nuevas tecnologías ya están dando sus primeros pasos. Hace pocos días hemos sido testigos de la aprobación por parte del Gobierno de la ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno. Con esta medida pionera, el poder público se somete al control de la soberanía digital y permite que los ciudadanos destapen a través de la Red aquello que hasta ahora parecía opaco: la gestión de los recursos públicos.

Es verdad que las nuevas tecnologías pueden servir para ejercer un mayor control por parte del poder político. Pero, por su propia naturaleza son las tecnologías de la libertad y la transparencia. Su fuerza expansiva es tal que no hay dictador o régimen totalitario que las pueda frenar. Lo hemos visto en el origen de la primavera árabe y en las grietas abiertas en las reliquias comunistas que quedan en el planeta.

De acuerdo