Hace unos días el padre de Paypal, Tesla y Space X, Elon Musk, anunció su intención de adquirir la totalidad de la compañía del pájaro azúl ofreciendo a sus accionistas una jugosa prima sobre el precio de cotización. Bajo una pretendida defensa de la libertad de expresión, este famoso “billionaire” puede terminar cerrando una de las compras más cuantiosas de la historia de Wall Street. Por ahora el Consejo de Administración de la famosa red social no está dispuesto a aceptar la oferta e inicialmente se aferra a las limitaciones de compra previstas en sus estatutos y acuerdos entre socios, las tan bien conocidas por los abogados corporativos “poison pills”. Pero, lo atractivo de la operación no es su cuantía o cómo se comportará la acción en el parqué. Twitter es mucho más que una big tech en la que compartir fotos de desayunos o videos de humor y trasciende el ámbito financiero por haberse convertido en el gran ágora de debate e intercambio de ideas del mundo.
Cualquier usuario habitual de esta red social es consciente que las suspensiones y cancelaciones de cuentas es una práctica demasiado común. Y no me refiero únicamente al 45o Presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, cuya cuenta continúa cancelada a día de hoy, sino a otras personas, en ocasiones anónimas pero con centenares de miles o millones de seguidores. En muchas ocasiones, los motivos de las suspensiones de las cuentas son difíciles de discernir y suelen producirse por denuncias masivas en operaciones claramente orquestadas para cancelar el discurso de un adversario político. No es infrecuente que los afectados desconozcan los motivos de dichas suspensiones y se encuentren desamparados ante las dificultades para defenderse en el entorno de este gigante tecnológico, en muchas ocasiones frío, distante y gobernado por complejos algoritmos.
En los últimos tiempos está en auge un nuevo activismo puritano con origen principalmente en universidades norteamericanas. Entre sus características destaca su repudio por la libertad de expresión y su defensa de las denominadas conversaciones seguras, en las que determinadas ideas o corrientes de pensamiento directamente no puedan ser parte de la discusión. Igual que sabotean debates en las Universidades, abogan por cancelar, muchas veces con éxito, las cuentas de Twitter de periodistas, filósofos, políticos…
Ante esta situación, la pregunta inevitable es ¿existe libertad de expresión en Twitter? o, por precisar mejor, ¿tenemos derecho a reclamar libertad de expresión en Twitter? Tradicionalmente la censura ha consistido en el ejercicio del poder estatal con el objetivo de prohibir la difusión de una opinión o noticia que se considere perjudicial o contraria a los intereses de los poderes públicos del momento. Por ello, la respuesta convencional a esta cuestión es que Twitter no puede infringir nuestra libertad de expresión porque esta se construye frente a los gobiernos. Como empresa privada que es, la suspensión de un usuario es lo más parecido al derecho de admisión de un restaurante, que puede imponer un código de vestimenta o prohibir el acceso a una persona bajo la influencia de las drogas. Sin embargo, esta respuesta me parece insuficiente.
La construcción de las sociedades democráticas se ha realizado en torno y gracias a la libertad de expresión y, aunque las circunstancias cambien, el debate existe desde que el hombre fue capaz de expresar ideas y pensamientos de forma articulada. Precisamente son los discursos que nos incomodan el fundamento esencial de una sociedad democrática y una condición básica para nuestro progreso. Conviene recordar la célebre cita de uno de los padres fundadores de Estados Unidos, Thomas Jefferson, cuando afirmaba “Si tuviera que decidir si debemos tener un gobierno sin periódicos o periódicos sin gobierno, no dudaría en preferir lo segundo”. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha insistido una y otra vez en el peculiar estatus de la libertad de expresión, reconocida en el artículo 10.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950, brillantemente expuesto, entre otras, en la famosa Sentencia Handyside v. Reino Unido (1976).
Necesitamos unas redes sociales que erradiquen el acoso sistemático y las fake news pero también que promuevan el pluralismo, protejan al disidente y le permitan defenderse ante las cancelaciones. Con un procedimiento garantista y contradictorio en el que el usuario conozca los motivos de la suspensión, pueda articular una defensa e incluso apelar ante una instancia superior. Es totalmente insuficiente que Twitter impute a sus usuarios conceptos jurídicos indeterminados, como “abuso” o “acoso”, sin mayores explicaciones, para expulsar del debate público a perfiles seguidos por millones de personas. La conversación mundial que comenzó hace no tanto tiempo gracias al desarrollo de las redes sociales e Internet debería continuar sin sesgos ideológicos. La libertad de expresión, también en las redes sociales, es fundamental para que muchos ciudadanos continuemos aprendiendo y podamos formar nuestro criterio y opinión sobre todo tipo de asuntos públicos.