En la España visceral y casi bipolar, el mínimo común que nos une es cada vez más estrecho (más mínimo, si se me permite el juego de palabras). Los extremos están muy habitados y el centro (al menos aparentemente) está despoblado. ¿Qué es lo que no está discutido hoy en nuestro país? Por supuesto, la Monarquía, la Iglesia, la Justicia, el Ejército, el Senado, el Congreso, los partidos políticos… Incluso relatos históricos recientes que dábamos por buenos, como el acierto de la Transición, y el mérito de los dirigentes políticos que la hicieron posible, aparecen ahora rodeados de dudas, sembrados por populismos a izquierda  y derecha que proponen una refundación de la democracia o consideran que el modelo está agotado.

No me cabe duda de que alrededor de todo esto hay un negocio de la radicalidad. Un negocio alimentando por especuladores  e intereses políticos económicos que buscan sacar rédito de los populismos a izquierda y derecha, y frente al cual no están fallando los tradicionales diques de contención. También el periodismo, o cierto tipo de periodismo al menos, que lejos de contribuir a la moderación, está ayudando a deshabitar el centro y agrandar esa distancia entre los extremos. Encendemos la televisión para presenciar una tertulia política y la sensación es que no hay espacio de encuentro posible. Incluso la propia disposición física de los tertulianos conduce a esa percepción de enfrentamiento, de fragmentación en dos extremos irreconciliables. El periodismo, que debería ubicar a la sociedad en un espacio de centrismo y reflexión, agita el radicalismo y se convierte en escuela de jóvenes que aprenden a opinar antes que a reflexionar. Lo importante no es buscar la mejor solución a través del diálogo, admitiendo la posibilidad  de rectificar. Lo importante es derrotar al adversario, no dar nunca el brazo a torcer, vencer en la guerra dialéctica a cualquier precio.

La televisión, toda la televisión, se parece cada vez más al Sálvame. Pero el problema es que  la sociedad también se parece cada vez más al Sálvame. No es que no haya censura. Es que  no hay pudor. Todo puede ser objeto de ironía, burla o escarnio. Todo está prácticamente en entredicho, también en la esfera de los valores y las costumbres, incluso la propia institución familiar está amenazada. No hay serie de televisión en el que la familia no quede caraturizada y ridiculizada. La obediencia a los padres se pone en solfa. La lealtad a los amigos. El esfuerzo y la meritocracia son reinventados y empiezan a significar cosas que nunca representaron, como la habilidad para arrimarse al poder, el oportunismo de estar en el sitio correcto en el momento correcto, la capacidad de cambiar de bando sin inmutarse, el cinismo de mentir sin complejos y decirle a cada uno lo que quiere escuchar…

Entre los valores desechados que ya no forman parte de nuestro mínimo común denominador está la prudencia. El saber escuchar, el callarse cuando no se está seguro de mejorar el silencio, el evitar la sinceridad cuando se va a ofender al que está enfrente, el pensarse dos veces las cosas antes de soltarlas. Nuestros padres nos enseñaron a reflexionarnos antes de opinar y todos mirábamos con recelo al sabihondo que de todo tenía algo decir. Hacerse notar constantemente, llamar la atención por sistema, interrumpir las conversaciones de los demás… eran cosas que veníamos mal, que detestábamos profundamente. Hoy  hasta la educación se “individualiza” para normalizar a los niños que hacen eso. Sí, esa es la palabra exacta: normalizar. Se normaliza lo extraño y lo reprobable y se estigmatiza lo normal y lo admirable. Lo negro se vuelve blanco.

Ya ni siquiera sabemos qué es lo que un hombre (o una mujer) de bien. Antes todos podríamos coincidir en torno a un perfil o una serie de rasgos comunes. Alguien que hace bien su trabajo, que no esquiva sus obligaciones, que es responsable y moderado, que respeta la jerarquía, que es leal con sus compañeros y amigos, que intenta formarse para mejorar cada día, que cuida de su familia y apoya a sus amigos, que contribuye con su comunidad, que no es ajeno a los problemas de la sociedad… Hoy, me temo que el modelo de persona que suscita admiración es muy diferente: el hombre de bien es el triunfador, el que gana siempre, el que vive solo en un ático con vistas, el que no quiere ataduras familiares ni sentimentales, el consagrado a la alimentación de su propio ego, el que vence incluso en las conversaciones privadas, porque hasta en los diálogos compite.

El hombre de bien era pacífico y calmado. Pero hoy la templanza es sinónimo de aburrimiento. La agresividad lo envuelve todo. El individualismo es salvaje. Merecería la pena hacer una pausa y reflexionar si ese es el legado que queremos dejar a nuestros hijos. Porque la pregunta no es de quién son los hijos, sino qué futuro les estamos dejando.

 

Francisco J. Fernández Romero

Socio-Director Cremades-Calvo Sotelo   

De acuerdo