Mucho se ha hablado del impacto económico y sanitario de la pandemia y bastante menos del educativo. Sin embargo, la crisis por el coronavirus, y el consiguiente cierre de colegios, institutos y universidades ha causado un daño que está aún por medir y que es tanto más grave cuanto que se ha cebado en los segmentos sociales más vulnerables. La pandemia no ha incrementado la brecha digital, pero sí sus consecuencias, y eso ha sido y es muy grave, porque impide a la educación jugar uno de sus papeles esenciales: el de ascensor social. Una sociedad escindida tecnológicamente en la que los más desfavorecidos se quedan sin acceso real a la educación es una sociedad sin asaderos para enarbolar los valores de libertad, igualdad y solidaridad.

La sensación, sin embargo, es que no hay plan b a la vuelta de los niños a las aulas. Nadie da por seguro que el curso académico pueda desarrollarse de forma presencial, más bien al contrario la opinión generalizada, incluso entre los propios expertos y autoridades educativos, da por descontado un cierre parcial de las instituciones académicas y, en el mejor de los casos, un régimen mixto, semipresencial, con una importante carga de clases on line. Pero la realidad es que el problema de la brecha digital no está resuelto. Y entre las familias donde esa no es la dificultad, la realidad es también que el sistema no ha sido cualificado para enseñar de forma digital. De modo que, salvo algunas excepciones de centros educativos con experiencias y proyectos muy robustos de transformación digital, todo el esfuerzo descansa en el voluntarismo de profesores aprendiendo sobre la marcha y en el de (por qué no decirlo) padres ejerciendo improvisamente de profesores.

Tampoco hay un plan b para eso. Los presupuestos especiales y las inversiones previstas son para contratar más profesores o adecuar infraestructuras pero no para formar y capacitar a los docentes ante los nuevos desafíos de un régimen semipresencial que puede llegar a ser completamente digital. Por supuesto, tampoco hay un plan b para la mal llamada conciliación familiar, que es en realidad desbordamiento familiar y profesional. Los padres no pueden ejercer de docentes al mismo tiempo que cumplen con sus obligaciones laborales y es evidente que una de las dos patas se resiente. Nadie lo ha dicho a las claras, pero en colegios donde la formación on line ha consistido en el envío a los alumnos de deberes y apuntes por correo electrónico, una de dos: o esos niños no han aprendido o uno de los padres se ha dedicado prácticamente por completo a la enseñanza.

Leyendo la prensa y escuchando las declaraciones de nuestros dirigentes en materia educativa, tengo la impresión de que se están intentando combatir problemas nuevos con las soluciones de siempre. Cuando si algo deberíamos haber aprendido de esta pandemia, y particularmente en educación, es que nada puede seguir siendo como era antes.

Puede, o no, que el curso académico se pueda desarrollar de forma presencial, pero si no hemos aprendido que es necesario un plan de transformación digital de todo nuestro sistema educativo es que no hemos aprendido nada. Si no hemos aprendido que acabar con la brecha digital es prioritario, es que no hemos aprendido nada. Si hemos malinterpretado la conciliación, creyendo que los padres podemos mantener un rendimiento laboral adecuado mientras ejercemos de profesores improvisados, es que no hemos aprendido nada. Si no hemos aprendido que es necesario capacitar y cualificar a profesores y directores de centros para que aprendan a enseñar de otra manera, usando los recursos y las estrategias digitales, es que no hemos aprendido nada. Si no hemos aprendido que es necesario definir un currículo digital y de capacidades tecnológicas para el alumno, es que no hemos aprendido nada. Si no hemos aprendido que el énfasis en las competencias debe pasar ya del plano teórico al práctico, de acuerdo con las recomendaciones que vienen haciendo hace lustros todas las organizaciones educativas y económicas mundiales, es que no hemos aprendido nada. Si no hemos aprendido que no podemos educar con estrategias y recursos del siglo XIX en pleno siglo XXI, es que no hemos aprendido nada.

Nosotros mismos, en nuestro rol de padres ejerciendo de profesores espontáneos, nos hemos podido dar cuenta de hasta qué punto es necesaria esa transformación de la educación hacia un enfoque basado en las competencias. Ya el mundo profesional nos daba evidencias más que sobradas al respecto, pero, si alguna duda nos quedaba, se nos ha presentado el confinamiento para mostrarnos que es vital que los niños aprendan a ser autónomos, a planificar sus tareas, y tengan habilidades tecnológicas y sepan varios idiomas y aprendan a investigar buscando en fuentes fiables, etcétera. El gran reto es hacer todo eso sin deteriorar la necesaria formación humanística, de modo que la capacitación en competencias no se realice en detrimento de la capacitación científico-cultural, sino al contrario, profundizándola, permitiendo al alumno no solo retener de forma más eficaz el conocimiento, sino usarlo y jugar con él, aplicándolo a proyectos personales enriquecedores.

Por desgracia, nada de eso está en el debate público, porque lo único que al parecer interesa es cuántos alumnos tiene que haber por clase, cuántos profesores nuevos hay que incorporar, y si puede haber recreos en los patios o no. Es decir, las mismas viejas soluciones analógicas de siempre para los nuevos desafíos de un mundo que ya no es el mismo. Debemos estipular el final del recreo, sí, pero en lo que a innovación educativa se refiere. Es el momento de ponerse a trabajar en la transformación de la educación para los retos del mundo que viene.

 

Francisco José Fernández Romero, socio director de Cremades & Calvo-Sotelo (Sevilla)

De acuerdo