Durante mucho tiempo creímos que la crisis de la política era un problema de los Gobiernos y Parlamentos nacionales, que la creciente desconfianza en los políticos y la irritación hacia la política afectaban a las naciones. Y que Europa y sus instituciones representaban la confianza, la renovación y el futuro. O que Europa era un valor seguro, incuestionable, inevitable. Pero los últimos diez años han puesto en evidencia que esos sentimientos negativos, la antipolítica, han llegado también a las instituciones europeas y que el futuro de la Unión Europea presenta inesperadas incertidumbres. Lo muestran las encuestas y lo certifican los nuevos partidos y movimientos populistas antieuropeos.

Los datos del Eurobarómetro, la encuesta periódica de opinión pública de la Unión Europea, muestran que la confianza en las instituciones europeas también ha descendido en los últimos diez años. En 2004, el porcentaje de europeos que confiaba en las instituciones europeas era del 50%; subió al 57% en 2007, pero descendió al 41% en la última encuesta de 2017. Cierto que esa confianza siempre ha sido mayor que la depositada por los ciudadanos en sus Gobiernos y Parlamentos nacionales, pero ahora la distancia entre unos y otros es menor que nunca. En 2004, la UE superaba en 16 puntos a los Gobiernos y en 12 a los Parlamentos, pero en 2017 tan sólo se distanciaba 5 de los Gobiernos y 6 de los Parlamentos.

¿Qué le ha pasado a la Unión Europea? Una gran crisis económica, por un lado, y la percepción añadida de que la Unión Europea es la responsable de los recortes en el gasto público asociados a la crisis. El aumento de poder de las instituciones europeas ha ido acompañado de un crecimiento de la crítica. Antes, los ciudadanos responsabilizaban sobre todo a sus Gobiernos nacionales de los problemas nacionales; ahora, corresponsabilizan a la UE. Y, además, le otorgan especial relevancia en una de las grandes preocupaciones de los europeos, la inmigración, que es para los europeos el primer problema de la UE. Y el tercer factor, junto a la crisis y el aumento de poder, que explica el aumento de la desconfianza hacia la Unión Europea, muy en especial en los países que han recibido mayores oleadas de inmigrantes y de refugiados. Si añadimos al cóctel anterior la reacción nacionalista contra lo que se considera intromisión de la UE en asuntos nacionales, el resultado es el Brexit y el crecimiento de los populismos antieuropeos, de extrema derecha, como el Frente Nacional en Francia, y de extrema izquierda, como Syriza en Grecia. O regionalistas como La Liga Norte italiana, o post-ideológicos como el Movimiento Cinco Estrellas.

España, sin embargo, aún permanece notablemente fiel al espíritu pasado de la Unión Europea, quizá por el recuerdo vivo de nuestro pasado, quizá por las amenazas nacionalistas internas. Los españoles estamos entre los europeos con sentimiento más fuerte de ciudadanía europea, sólo por detrás de los luxemburgueses, con un 88% de españoles que asumimos esa identidad. Y muy por delante de los menos identificados con Europa, los británicos, los italianos y los griegos. De ahí que el antieuropeísmo no tenga éxito en España. De ahí que Europa siga siendo una referencia altamente positiva para los españoles.

Pero no es nuestro fuerte europeísmo el que define en la actualidad la situación de la Unión Europea, sino más bien el crecimiento del populismo antieuropeo, ahora con la amenaza del nuevo Gobierno italiano. Nada puede darse por hecho en política como en la vida. Creímos que la Unión Europea sólo podía consolidarse, y he aquí que nos enfrentamos al complicado reto de recuperar su perdido esplendor y su promesa de futuro.  

 

Edurne Uriarte, Catedrática de ciencia política, escritora y periodista. 

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