La rendición de cuentas económicas por parte de las grandes empresas es un fenómeno relativamente reciente, vinculado al nacimiento de las relaciones públicas, cuyo origen se suele situar en los inicios del siglo XX. Su autoría intelectual se le atribuye a Ivy Lee, uno de los padres de la comunicación corporativa. Contratado por Rockefeller, una de las primeras cosas que hizo fue abrir los resultados económicos de sus empresas a los medios (y por tanto al público). Al hacerlo, realizó, quizás sin ser consciente, algo extraordinario: transferir al espacio del mercado las obligaciones de transparencia que hasta ese momento solo se exigían en la esfera pública.
El conocimiento público de las decisiones de los dirigentes políticos era ya en ese momento una de las premisas fundamentales de la vida pública en democracia. Los presupuestos públicos de los Estados ya eran explicados y sometidos a la consideración de la opinión pública y todas las deliberaciones parlamentarias se celebraban con luz y taquígrafos. Sin embargo, las empresas se consideraban instituciones privadas sometidas únicamente a las reglas del mercado, y por tanto eximidas de cualquier obligación informativa de carácter público. Las relaciones públicas, que es como en Estados Unidos se conoce a la comunicación empresarial, vinieron a cambiar esa realidad, convirtiendo la publicación de los resultados económicos en una práctica habitual en las grandes corporaciones.
Hoy, ese marco empieza a verse ampliamente rebasado por el empuje de dos conceptos íntimamente relacionados: la responsabilidad social y la sostenibilidad. Desde luego, en las relaciones públicas, ya estaba la idea original de que el interés empresarial debía conectarse con el del público. No bastaba con satisfacer a los accionistas, ni siquiera al mercado y a los clientes, sino que había que contentar también a la ciudadanía. Sin embargo, esta idea experimentó un desarrollo importante con la RSC, que surge en los años 50 del pasado siglo para promover un concepto de empresa que debe rendir cuentas y aportar beneficios a todos sus grupos de interés, es decir, a todos los afectados directamente o indirectamente por su actividad.
Desde esta perspectiva, el valor de una empresa no viene aportado por sus rendimientos económicos, ni siquiera por lo que desde siempre se entendió como reputación, es decir, la notoriedad, conocimiento o percepción de marca, sino por su activo social. Dicho de otra forma, una empresa vale no sólo por lo que gana y por la rentabilidad que aporta a sus propietarios, sino por lo que hace ganar a la sociedad, es decir, por el beneficio social que aporta y su contribución al interés general y al desarrollo sostenible. Una empresa, con grandes resultados económicos, pero basados en actividades sospechosas de ser lesivas social y medioambientalmente, y con riesgo de contravenir la legislación presente y futura, es una empresa con un futuro seriamente amenazado.
Con ese cambio de enfoque, las grandes corporaciones se lanzaron a realizar informes de sostenibilidad, con los que pretendían aumentar la transparencia de sus operaciones desde un punto de vista medioambiental, social y de la gobernanza, así como fortalecer su compromiso con el desarrollo sostenible. Hoy la incorporación de los criterios ESG (Environmental, Social, Governance) en la rendición de cuentas empresarial es una tendencia absolutamente imparable, empujada por dos factores igualmente determinantes: la prescripción legal (en 2025 todas las grandes empresas con más de 500 empleados estarán obligadas a ello) y el convencimiento de accionistas e inversores. De hecho, un 52% de los inversores considera que los ESG mejoran el retorno de las inversiones y el total mundial de activos gestionados en fondos relacionados con los ESG no deja de crecer y sobrepasa ya los 38 billones de euros, según datos de Bloomberg.
De lo que estamos hablando en definitiva es de la constatación de que la contribución social es ya rendimiento económico. Que la mejor forma de hacer negocio es fortaleciendo la transparencia y el compromiso con la sostenibilidad y alineando los objetivos empresariales a los de ODS de la Agenda 2030. En definitiva, conectando el interés privado con el público a un nivel no solo de comunicación, sino de todas las áreas corporativas: desde la gobernanza hasta la producción, pasando por las compras, recursos humanos, desarrollo comercial, etc. Seguridad, salud, igualdad, diversidad, bienestar, energías limpias… Quien nos lo iba a decir, pero hoy ese balance social condiciona las decisiones de inversión casi tanto como el económico.