En los últimos tiempos se observa una peculiar e inquietante tendencia a la ausencia de explicaciones y argumentaciones en relación a ciertas decisiones y a ciertas políticas, sobre todo en el ámbito público. Todo lo más, como si fuera una fórmula mágica polivalente, se esgrime, con ocasión y sin ella, la referencia abstracta al interés general. Por cierto, un interés general que ordinariamente, ni se concreta ni se justifica, como si el solo uso de esta taumatúrgica expresión eximiera de toda explicación o argumentación.

La política es, sobre todo en la democracia, todos lo sabemos, una tarea de rectoría de los asuntos públicos orientada a la mejora de las condiciones de vida de las personas, de los ciudadanos. En la medida en que la política descansa sobre el Estado de Derecho, la racionalidad y la objetividad han de presidir la confección y elaboración de las políticas públicas, así como su comunicación y explicación a los ciudadanos. Comunicación y explicación son dos funciones bien relevantes de los nuevos espacios políticos que han de realizarse pedagógicamente, dedicando tiempo a exponer las argumentaciones y las razones que justifican la acción de gobierno o de la oposición política.

Sin embargo, la realidad demuestra, más bien, que la pedagogía y la argumentación brillan por su ausencia.  Estos días lo hemos visto.  Probablemente porque reclama trabajo y esfuerzo, porque no es nada sencillo colocarse en la piel de quienes escuchan, de las personas a quienes van dirigidos los mensajes. Sin embargo, es una exigencia de la política democrática, especialmente en los momentos más delicados.

Los nuevos espacios políticos traen consigo una particular exigencia de pedagogía política. Efectivamente, en el desarrollo de sus políticas, las formaciones inspiradas en la moderación, en el uso de la razón y de la argumentación, deben atender de modo muy particular a la comunicación con el entorno social, con toda la sociedad. El trabajo de pedagogía política no es, de ninguna manera, una labor de adoctrinamiento, de conversión ideológica, sino precisamente de transmisión de los valores de las políticas que se proponen o que se realizan. El respeto a las posiciones ideológicas diferentes, a los valores que individualmente cada ciudadano defiende, debe conjugarse con la insistencia en la convocatoria a abrirse a la realidad de las cosas, y a su complejidad, haciendo ver que las soluciones simplistas no son soluciones, que la prudencia es una buena guía en las decisiones políticas, y que esta no está reñida –antes al contrario- con las metas sociales ambiciosas. Importa más el trabajo serio y consolidado que los gestos superficiales y sin fundamento. 

A veces, ahora lo comprobamos, bajo la apariencia de progreso se esconde un progresivo deterioro de la vida económica y social e incluso de la ética, que nunca tardará demasiado en ponerse en evidencia.

 

Jaime Rodríguez Arana; Doctor en Derecho y Catedrático de Derecho Administrativo.

De acuerdo