Todavía pensamos que los bancos gestionan algo nuestro, algo que les hemos confiado voluntariamente, en concreto, que son intermediarios del dinero. Su función básica sería, según esta concepción convencional, la de recibir depósitos y gestionarlos mediante el otorgamiento de créditos.
Le daría a esta idea el estatuto de mentira técnica a la que le quedan muy pocos telediarios. La razón es que el dinero que tenemos en los bancos es creado por los bancos de la nada, lo cual se percibe cada vez con más claridad. Poco importa que sea fruto de nuestro trabajo, que lo hayamos robado o que, sencillamente, nos lo hayan regalado. El mejor ejemplo de esto que digo está en la vorágine crediticia que precedió a la actual recesión: los bancos dieron créditos a quienes sabían que no podrían devolverlos para, posteriormente, centrifugarlos mediante titulización, recuperar el “dinero” prestado, volverlo a prestar a quienes no podrían devolverlo, y así sucesivamente. Como es sabido, los bancos llegaron a comprarse unos a otros esos titulejos de deuda para, como en el pasillo de los espejos (especulación tiene esa implicación etimológica), acelerar exponencialmente el funcionamiento de esta máquina desbocada. El 90% de la masa monetaria total de la zona euro está compuesta por el dinero creado por los bancos, llamado dinero escriturario; el 10% restante son monedas (2%) y billetes (8%).
Esta creatio ex nihilo no solo alimenta al populacho, sino también –y sobre todo- a las Administraciones Públicas. Pagamos los tributos a través de nuestras cuentas corrientes, cuyos ingresos son con frecuencia adelantados por los bancos, a cambio del correspondiente descuento. El Alcalde de mi puedo me decía el otro día que han pagado a los empleados municipales la extraordinaria de julio con cargo al IBI de 2018. Si nos vamos a la deuda emitida por el sector público, el panorama resulta no menos revelador: la práctica totalidad de su volumen es negociado, asegurado o adquirido por entidades de crédito; quiere esto decir que los bancos se comprometen a colocar a terceros los títulos de deuda pública y que, si no lo consiguen, habrán de adquirirlos directamente. Es fácil comprender la falta de sentido financiero que tiene prestar dinero a tipos negativos, como actualmente sucede, y la escalofriante succión de recursos que supone por partida doble, para el sector privado y, sobre todo, para los ahorradores. Los así llamados instrumentos de política monetaria no convencional del BCE (QE: quantitative easing) consisten en lo mismo que los odiosos banqueros causantes de la crisis hacían con las titulizaciones hipotecarias: comprarle a los bancos deuda pública para, según se afirma, inyectar liquidez a los mercados y conseguir que fluya el crédito a la economía real. Este peloteo de deuda constituye la paranoia más lograda de nuestra dictadura bancaria que, como es obvio, casi nadie es capaz de creerse, como lo prueba el bajísimo nivel que, históricamente, alcanzan en la actualidad las operaciones corrientes de la banca comercial en la zona euro.
El electroencefalograma plano de la actividad bancaria nos llevaría a un escenario desolador que, de hecho, supondrá la extinción de los bancos que hasta ahora hemos conocido, previa su concentración en algunos campeones nacionales. O puede que en absoluto sea desolador, ya que enseguida se sentirá la necesidad de vehículos de depósito y crédito que se encuentren verdaderamente insertados en la cadena de creación de valor, y éstos serán, muy probablemente, las odiosas (para la banca convencional) fintech, verdadero embrión de la nueva banca libre y llamadas a reemplazar a esas entidades de banca de proximidad –las cajas y cooperativas de crédito, que la nueva legislación pretende reducir a lo homeopático- mediante relaciones P2P. El Estado y sus extensiones solo podrán mantener por un tiempo el oligopolio de unos pocos bancos (que terminarán nacionalizados, de hecho o de derecho) para lo de siempre, colocar deuda y cobrar impuestos, pero perderán progresivamente el control sobre otros medios de pago y de crédito cada vez más variados, de los que las personas reales se servirán para mover la economía productiva. En definitiva, la respuesta no la darán ni la regulación ni los políticos, sino la capacidad innovadora de quienes verdaderamente crean prosperidad, entre quienes nunca han estado los bancos que hasta ahora conocemos.
Durante un periodo de tiempo, habrá un tabique entre las divisas oficiales actuales y las nuevas monedas, sin convertibilidad entre ellas, hasta que, poco a poco, se cumpla la ley de Gresham, pero al revés: el dinero bueno expulsará al dinero malo. La nada, nada es, y de la nada solo puede salir la nada.
Alberto Ruiz Ojeda
Catedrático (Acr.) de Derecho Administrativo
Socio de Cremades&Calvo-Sotelo, Abogados