En los años 90, cuando el programa Erasmus de intercambio de estudiantes europeos empezaba a funcionar, era muy habitual encontrarse con una numerosa representación de universitarios alemanes. El Estado alemán, siempre muy potente en el terreno económico y muy atento a la inversión en educación, no escatimaba en gastos y facilitaba generosamente a sus nacionales la beca europea. La mayor parte de los estudiantes alemanes solían ser oriundos de los lugares más conocidos de la parte occidental del país. Pero algunos de ellos provenían de ciudades como Leipzig; Weimar (donde murió Goethe); Dresde o Magdeburgo, por poner algunos ejemplos. Eran ciudades que, en aquel momento, habían formado parte hasta hacía muy poco tiempo de la extinta República Democrática de Alemania, esto es, la Alemania del Este. De alguna manera aquella particularidad se percibía. No sólo era la manera de vestir. Era también el modo en que se relacionaban con los otros alemanes, los occidentales. Puede decirse que, al menos en ese momento preciso, un muro aún se levantaba entre aquellos estudiantes. Eran corteses y educados entre ellos, pero de un modo frío y distante. Y por lo general procuraban no frecuentar los mismos grupos y compañías.

 Nos lamentamos aquí muchas veces de la secular existencia de las “dos españas”, como si fuéramos el único pueblo que sufre divisiones internas (González Varas disertó acertadamente sobre este sentimiento tan generalizado y falso a la vez), pero lo cierto es que, por lo menos en esa época, existían también y muy claramente dos alemanias. El asunto ha debido cambiar a lo largo de las subsiguientes décadas y la situación, seguramente, se habrá normalizado en mayor grado. Pero lo cierto es que no del todo. Veinticinco años después probablemente aún no puede afirmarse con seguridad que “el Muro” ha desaparecido totalmente. Y no me refiero a los vestigios físicos de la pared berlinesa, conservados pensando especialmente en los numerosísimos turistas que inundan la capital germana (las oleadas son tales que se han lanzado iniciativas para frenar el exceso de visitas). Me refiero a la presencia de una brecha espiritual que aún pueden percibirse a través de muchos signos. Al margen de la anecdótica diferencia que aún pervive con claridad en el urbanismo de los núcleos de población de uno y otro lado, la muestra de diferenciación más significativa y tal vez la que exija una mayor atención para percibirla tiene que ver con la mentalidad y con la traducción de dicha mentalidad al terreno de las opciones políticas. Pensemo sino dónde se encuentra el mayor vivero de votos de Die Linke (el partido neocomunista que en buena parte ha heredado el núcleo ideológico de la RDA). Un partido que en acaba de ganar unas importantes elecciones en Estado Federal de Turingia (ubicado en la parte Oriental) y que espera fundadamente mejorar sus resultados en progresión geométrica de cara a las siguientes citas electorales. Hasta hace poco, en términos de promedio, votar a Die Linke resultaba impensable para un ciudadano de la apacible Bohn o de la burguesa Frankfurt o del “socialdemocráta” Estado de Baja Sajonia (ese segmento considera a Die Linke como la Stasi reciclada). No lo era sin embargo para un vecino de Liepzig, quien a largo de estos años ha visto como la homologación con sus nacionales de la parte Occidental no ha terminado de realizarse y ello a pesar de las generosísimas inversiones, ayudas y subvenciones estatales otorgadas para nivelar ambas zonas. Parece mentira que apenas 25 años hayan podido generar una fractura tan renuente a ser solventada. En términos de ciclo histórico veinticinco años es un periodo insignificante, pero el transcurrir de la Historia parece igualmente sometido a las leyes que sobre espacio-tiempo formuló Albert Einstein (alemán de nacimiento), de modo que el tiempo transcurrido puede ser relativo también en cuanto a sus efectos y consecuencias históricas. La época industrial, comparada con el larguísimo Paleolítico (la edad de piedra ocupa el 99% de nuestra presencia en la tierra) es una nimiedad de apenas doscientos años, pero en términos de “producto” final (tecnología, transformaciones, etc), los resultados son espectaculares. La aparición del muro de Berlín tal vez sea otro de esos periodos breves pero intensísimos y muy persistentes.

Sin embargo, no debe descartarse que la solución a tan cicatera y costosa división –se dice que gran parte de la factura que Alemania imputa a los llamados PIGS es en realidad producto del enorme gasto de la Unificación– venga de mano de unos sus más evidentes síntomas, esto es, el citado partido Die Linke. Alemania, aunque líder y locomotora europea en estos tiempos de dura crisis, dispone también de un emergente “precariado” producto de las severas medidas de austeridad basadas en instrumentos tan pintorescos como los microcontratos, los microsueldos, así como en los efectos devastadores de la desigual (al menos en términos de protección social y medioambiental) globalización. El precariado alemán, no importa si del este o del oeste, ve con buenos ojos a los “protestones” e idealistas integrantes de Die Linke, los único que junto a los Verdes parecen dispuestos ha hacer “política” más allá de las meras y poco estimulantes recetas económicas.

Así pues, las próximas elecciones podrían unificar Alemania a través de los herederos ideológicos de la RDA. Mientras que la Alemania más oficial parece que tan sólo puede ofrecer más desamparo, los neocomunistas, hasta ahora marginados en las confines orientales del país, han aprendido a vender esperanza. Y lo están haciendo con éxito.

Jean Claude Juncker —un apellido ciertamente poco tranquilizador dada su evocación a la nobleza prusiana más inmovilista—, el nuevo Presidente de la Comisión Europea, en su discurso sobe el aniversario de la caída del Muro ha querido destacar precisamente eso: que el Muro se levanta ahora en forma de desigualdad. Juncker y la Comisión Europea quieren luchar también contra ese muro, aunque —es una pena— el deseo no parece muy creíble viniendo de quien ahora mismo está bajo sospecha de haber consentido o aprobado en Luxemburgo un conjunto de instrumentos normativos que favorecen la evasión fiscal de las multinacionales en perjuicio de los Estados en los que esas empresas prestan sus servicios.

 La vinculación entre el Muro y la creciente desigualdad está provocando nuevos análisis sobre las causas y efectos del hundimiento del bloque oriental. Revisitar las nociones admitidas sobre el muro de Berlín es un ejercicio político e intelectual idéntico al que puede hacerse —de hecho se está haciendo— con respecto a nuestra Transición. Las preguntas son las mismas: ¿Realmente sucedió tal y como nos han contado? ¿Los objetivos eran los declarados públicamente? ¿Pudo hacerse de otro modo? ¿Hasta dónde ese hecho histórico puede legitimar lo que sucede ahora?

El conocido historiador Tony Judt, que gozó indudablemente de una clarividente visión de la reciente historia europea, cifraba el éxito de la construcción del Estado de bienestar en Europa en dos procesos fundamentales ocurridos al término de la Segunda Guerra mundial. Uno de ellos era el poderoso auge económico que sucedió al terrible periodo bélico; un auge totalmente vinculado a la reconstrucción del desolado solar del Viejo Continente. El otro factor vino dado por la presencia, al otro lado del “muro”, del bloque comunista, cuyo objetivo, al menos en teoría, era la redención de los trabajadores. Los Estados encargados de gestionar la posguerra tomaron nota de lo ocurrido y, lógicamente, comprendieron que la estabilidad y la paz social venían de la mano una elevada protección social. Judt destaca que es precisamente la disolución del bloque soviético y su amenaza la que trae consigo y en la misma proporción la degradación del Estado de Bienestar. De alguna manera el argumento imperante, lazando desde el bloque antagónico, ya abiertamente neoliberal, venía a proclamar algo así como “si acertamos en la caducidad del comunismo, también lo hacemos en nuestras recetas sobre economía”. Se ha consagrado de alguna manera una especie de determinismo histórico en el que sólo un discurso y sus argumentos se consideran aceptables. Por tanto, la revisión del “mito del muro” para los sectores más disconformes y desencantados de la sociedad actual pasa por rechazar todas esas narraciones que con la excusa de la apertura, incontestable, a las libertades políticas lo en realidad pretenden es justificar el modelo económico que junto al muro derribó los cimientos del Estado social de corte europeo, ese tipo de organización estatal tan característica que fue reivindicada por el expresidentes brasileño Lula como Patrimonio de la Humanidad.

Los turistas pasean por lo que fue, hasta el 9 de noviembre de 2009, el punto fronterizo o chekpoint “Charlie”. Ahora es un lugar de visita obligada. Miles de personas posan para la foto (o para los selfies) con la despreocupación propia del turista. Compran algunas postales o incluso algunos vestigios del equipamiento del ejército soviético y luego se dirigen a almorzar a las hamburgueserías y locales de comida rápida más cercanos. El aniversario de la caída del Muro, veinticinco años ya, se diluye rápidamente tras las crónicas de los grandes discursos institucionales. En el mejor de los casos, pueden ser el punto de partida de políticas inteligentes. En el peor de los casos, como en la canción de Pink Floyd, tal vez no sean más que ladrillos añadidos para formar un nuevo muro.

De acuerdo