La humanidad lleva 2.500 años ensayando con mayor o menor fortuna métodos para plasmar la agregación, que convierte la masa informe en público relacionado y poderoso, para que la sabiduría de las masas se exprese en decisiones sabias. Aunque pueda ser discutible fechar el nacimiento de la democracia en el siglo de Pericles, es más cierto que poco sabemos de organizaciones democráticas previas, o mejor dicho, que conocemos con cierto detalle la democracia griega. Y si el gregarismo (que dificulta la diversidad de opiniones) será siempre la mayor amenaza para cualquier democracia, la agregación pondrá siempre ante el tapete el reto de una mejor representatividad: del grado de presencia de los ciudadanos en cada toma de decisiones depende no sólo la legitimidad del sistema, sino su verdad, la eficacia de sus asunciones.

La red como canalizadora de impulsos dentro de la res pública — no sólo para influir en las decisiones políticas— es hoy una realidad. Del 4 al 11 de enero de 2005 las cadenas de TV Antena 3 y de radio Onda Cero lanzaron la campaña “un puente solidario” de ayuda a los afectados por el tsunami asiático, con la colaboración de Telefónica Móviles, Vodafone, Amena y Movilisto. En una semana, recaudaron por SMS 11,4 millones de euros para entregar a Cruz Roja: más del doble que la ayuda oficial (5 millones) acordada por el Gobierno español. La red —entendida en este caso en sentido amplio, por la implicación de la telefonía móvil, pero a última hora una conexión imposible sin Internet— permitió que se manifestaran impulsos sociales que superaban a la voluntad de los políticos. La respuesta a escala mundial fue semejante: se movilizaron 11.200 millones de euros, una cifra muy por encima de las que la ONU se atreve a pedir a los gobiernos (en 2006, pidió 4.000 millones para cubrir la acción humanitaria en 26 países).

Tampoco en estos casos el público está a salvo de “cascadas de información” que provocan estados de opinión colectivos donde la independencia de criterio es dudosa. El defecto en este caso apunta quizá más a una falta de especialización que a una diversidad de criterios que no es necesaria, ya que todo ser humano en su sano juicio está de acuerdo en asistir a un necesitado en caso de emergencia. El problema es que la cascada de información sobre el tsunami distrae sobre la existencia de otros dramas humanos. Así, la guerra de Darfur —verdadera persecución de desheredados por bandas apoyadas por el gobierno de Sudán— no ha podido crear una ola de solidaridad semejante. Pero al menos ha aparecido en el mapa un nombre hasta ahora ignorado.

El efecto perverso de especializaciones en la visión de un problema desde un solo punto de vista puede llevar, en ocasiones, no sólo a evitar reacciones solidarias, sino a obtener el respaldo social de acciones gubernamentales insolidarias o que son una mera farsa. Así, en lugar de una reacción solidaria frente a las personas que huyen de la guerra en Costa de Marfil o de las plagas de langosta en Malí, la repetición de clichés como invasión de inmigrantes o efecto llamada ha hecho posible que el público español acepte, cuando no reclame, el rechazo de auténticos refugiados. El dato de que el problema migratorio está en el aeropuerto de Barajas y no en las costas canarias pasa desapercibido, y queda aparentemente justificado que no se atienda a las especiales circunstancias de los subsaharianos, marginados respecto al resto de inmigrantes. La espectacularidad de las imágenes, consciente o inconscientemente, puede llevar a ignorar la realidad de que la inmigración (por no hablar de huida) de subsaharianos es esporádica e irregular: en 2004, último año sobre el que existen datos, los marroquíes representaban el 77,6% del medio millón de africanos con residencia en España y los argelinos el 5,5%. Del África negra sólo destacaban los senegaleses (19.343 residentes, 3,9% de los africanos) y gambianos (12.834, 2,6%). De los países presentados en 2006 como invasores había 4.465 de Malí (0,9%), 2.143 de Cabo Verde (0,4%) y 552 de Costa de Marfil (0,1%).

El público, por tanto, puede verse privado de elementos informativos que le harían capaz de influir positivamente en los asuntos públicos. En los países con libertad de expresión, uno de los principales impedimentos pueden ser los estereotipos fijados por los medios de comunicación. Se trata de deformaciones —derivadas de una forma adquirida de percibir la realidad, del nacionalismo, etc.— que requieren tiempo para resolverse, pero que en principio no parecen constituir un obstáculo insalvable. En cambio, cuando no hay libertad de expresión, el problema parece insoluble. Veamos un ejemplo.

La expresión “cazar en Internet” tiene en China un significado distinto al que un lector occidental podría imaginar, según Howard W. French. Así, cuando un marido denunció en el más popular “mentidero” chino de Internet — Tianya (www.tianya.cn, 40 millones de páginas visitadas diariamente— a un estudiante sobre le que sospechaba que estaba “liado” con su mujer, cientos de personas se unieron a la protesta para “usar el teclado como arma y cortar las cabezas de esos adúlteros, y que así paguen por el sacrificio de su marido”, según decía una de ellas. El 20 de abril de 2006, un usuario pidió a personas e instituciones a que rechazaran al estudiante “mientras no mostrara un arrepentimiento suficiente y convincente”. En pocos días, los adheridos al boicot pasaron de cientos a miles y decenas de miles, formándose equipos que descubrieron la identidad del joven y su dirección, hasta lograr que fuera expulsado de su universidad y obligando a su familia a encerrarse dentro de su casa.

En un país donde supuestamente Internet carece de fuerza política, su capacidad de convocatoria puede convertirse, como en este caso, en una fuerza “moralizante”, donde grupos de personas se constituyen en autoridad y llegan a tomarse la justicia por medio de manos anónimas. Poco podía hacer frente a ellos el mencionado estudiante —que usaba el apodo de “bigote de bronce”—, quien siempre negó su culpabilidad e incluso colgó de la web un vídeo de seis minutos exculpándose. Las compañías distribuidoras de Internet nada hicieron para moderar un asunto que no hacía sino beneficiarlas: el tráfico en Tianya aumentó un 10% con este motivo. Uno de sus webmasters, Zeng Lu, declaró a French que tratan de destruir los mensajes que implican ataques personales, pero que es difícil, dado que tienen 10 millones de usuarios.

Además de para investigar infidelidades matrimoniales o las vidas de personas famosas, estos grupos se dedican a perseguir fraudes en sitios de subastas por Internet, e incluso crímenes que han quedado sin resolver. Este fue el caso, siempre según French, del envenenamiento de un estudiante de la universidad de Tsinghua, sucedido en 1994, pero reabierto por estos “investigadores anónimos” después de que se diera a conocer en la red que el único sospechoso había sido interrogado y puesto en libertad. La “caza en Internet” sacó también a la luz el caso de un experto en computación chino que había copiado un aparato norteamericano, y que terminó por ser expulsado de su trabajo después de que los internautas bombardearan a sus patrocinadores con preguntas sobre el proyecto en que trabajaba y la piratería de la propiedad intelectual.

Para algunos, este tipo de conducta de masas reviste cierto paralelismo con la Revolución Cultural acontecida hace 40 años: sólo que ahora no responde a consignas del poder establecido, sino al ejercicio del micropoder. Es más, esta “caza” burla las medidas gubernamentales que pretenden identificar a los usuarios incluso en los cibercafés, y los demás esfuerzos de la policía de Internet, entre los que se cuenta el bloqueo del principal motor de búsqueda de blogs norteamericano, Technorati. Los defensores de la libertad de expresión, como Zhu Dake, un sociólogo de la universidad de Tongji en Shangai, se oponen a que la policía registre a todos los usuarios de Internet, pero reconocen que “Internet está siendo distorsionada. Esto es un dilema muy difícil para nosotros”. En términos de sabiduría de las masas, el ejemplo de China muestra que es posible lograr cierta agregación —y por tanto cierto tipo de acción coordinada— incluso en un público sometido a una dictadura, pero que es imposible que tal actuación sea sabia, por faltar el primer elemento citado por Surowiecki: el acceso privado de cada persona a la información, que permita la diversidad de opiniones.

Más tarde volveremos a referirnos a las formas de traducirse en la política la sabiduría de las masas. De momento fijémonos en cómo las dificultades para que este proceso sea transparente puede hacer que muchos tomen la parte por el todo: el defecto en la formación de opiniones diversificadas o en la agregación de las mismas por una incapacidad del público para intervenir en política (en el caso de las dictaduras que consideran inmaduros a sus ciudadanos), y los fallos técnicos por una inutilidad de la red en estas cuestiones. Lógicamente, quien ya tiene el poder es más reacio a aceptar la nueva situación. Al contrario, quien aspira a poner fin a una dictadura, lo primero que espera es que se den las condiciones para que el público pueda informarse e interconectarse. Es el caso de Reza Pahlavi, hijo del último Sha de Irán, que salió de su país en 1979 con 17 años, y que recientemente declaraba a Time que lo primero que esperaba que los Estados Unidos y Europa hicieran para favorecer el establecimiento de la democracia en Irán era “comunicación para puentear el bloqueo que el régimen hace de los weblogs, etc. Eso podría cambiar toda la dinámica de la evolución interna de Irán. Las comunicaciones se han visto muy restringidas. Esto explica por qué muchos movimientos como las huelgas de trabajadores, las protestas estudiantiles y actos de desobediencia civil han sido limitados y grupales. Si pudiéramos comunicarnos con la gente, ellos podrían organizarse en una escala mucho mayor”.

Es evidente que hoy todo ciudadano puede ejercer de periodista, sin carnet y sin contrato –pero sin excluir la retribución-, en su vertiente más arriesgada como un paparazzi o escribiendo editoriales para reputados medios a través de la red. Basta con su talento y que decida interconectarse. Basta con que quiera crear redes, ejercer su micropoder. Ni los bloggers quieren sustituir a los periodistas, ni las wikipedias al saber. El reto es enorme, porque ahora hay que compartir el poder de informar, de saber, de generar información y conocimiento. De desvelar lo secreto y de explicar lo que pasa. De contar la historia y de hacer investigación. Es el micropoder de la información, el micropoder de la cultura, que tiene su base principal en Internet, aunque también en la telefonía, en las cámaras digitales, en las tecnologías de la información en su conjunto. Este cambio no sólo afectará a los modelos de negocio de los medios de comunicación tradicionales (la publicidad seguirá premiando las audiencias pero éstas se diversificaran aún mucho más) o de los editores de enciclopedias o libros, sino a la propia red. En torno a ella siguen floreciendo multitud de realidades que son causa o resultado, y con frecuencia ambas cosas –no al mismo tiempo- del micropoder: el podcast. Veamos algunas de ellas.

De acuerdo