Es innegable que el crecimiento de las tecnologías de la información y las comunicaciones ha permitido el surgimiento de actividades económicas que se basan en las plataformas tecnológicas y en los avances de las redes y servicios de comunicaciones. La economía colaborativa, ha irrumpido con gran fuerza a nivel mundial durante los últimos años por lo que ya resulta cotidiano el uso de servicios alternativos de hospedaje y transporte (AirbnbUber, etc.), por citar dos ejemplos, que se valen de Internet para que los usuarios finales puedan contratarlos de manera sencilla, cómoda y a precios atractivos.

 

La masificación de Internet sin duda permite que estas modalidades aumenten cada día más y esto suscita importantes disyuntivas para los organismos reguladores. Como es la tendencia general en la sociedad digital y de la información en la vivimos, los reguladores muchas veces se ven cortos para proporcionar soluciones a las controversias que se generan en los mercados donde compiten los actores tradicionales (hoteles, taxis, etc.) y los nuevos participantes de la economía colaborativa. No es un secreto que en esta materia los avances tecnológicos van un paso adelante de la regulación.

 

Los nuevos jugadores de la economía colaborativa

La competencia, pilar fundamental de los mercados, encuentra complejidades desde el punto de vista regulatorio. Las autoridades encargadas de establecer el marco regulatorio enfrentan grandes retos por la aparición de los nuevos jugadores de la economía colaborativa:

 

¿Es necesario regular a las empresas de la economía colaborativa teniendo en cuenta que pueden afectar las condiciones competitivas de las existentes en el mercado, quienes a su vez se encuentran ampliamente reguladas?

 

¿Es necesaria una regulación para estos nuevos actores aun considerando que desde el punto de vista del usuario final resultan de gran utilidad y diversifican sus opciones para acceder a bienes y servicios, y que una excesiva regulación podría desincentivar su crecimiento, masificación o incluso propiciar su desaparición?

 

Si bien el debate puede resultar muy complejo y merece ser analizado a profundidad desde distintas perspectivas e implicaciones, no se puede desconocer la realidad palpable a la que nos enfrenta la nueva era digital. A la par con el crecimiento y masificación de las tecnologías van a seguir apareciendo nuevas formas de negocio que se basen en éstas, razón por la cual los reguladores deben mantener la tendencia liberalizadora (imperante no solo en España sino en el resto de países desarrollados) y por ende evitar al máximo imponer barreras de acceso a los nuevos partícipes de los mercados, como lo son los de la economía colaborativa en el tema que nos ocupa.

 

El mayor bien a preservar en todo este contexto es el beneficio del usuario final y sobre esta premisa es que los reguladores deben edificar los demás elementos que permitan atender las necesidades de todos los participantes de los mercados. Indudablemente la economía colaborativa proporciona nuevas opciones a los usuarios que encuentran en muchas ocasiones oportunidades de ahorro. Incluso, viéndolo desde una perspectiva más amplia, la economía colaborativa permite a esos mismos usuarios volverse partícipes de la actividad de manera tal que el beneficio también se extiende a ser una oportunidad laboral y de generación de ingresos.

 

Ahora bien, no todas las actividades de la economía colaborativa son iguales y no todas persiguen los mismo fines (lucrativos o no lucrativos). Es fundamental que el regulador establezca estas diferenciaciones a la hora de pensar en medidas que pretenda imponer para estos actores, evidentemente cuando la dinámica del mercado así lo exija. Pensemos en el caso de aquellas compañías que proporcionan la plataforma tecnológica y a la vez son los dueños de los bienes subyacentes. Este tipo de compañías cuentan con capitales considerables y generan importantes ganancias, a diferencia de otras compañías que tan solo usan la plataforma tecnológica para intermediar entre la adquisición de los bienes y servicios entre particulares sin fines de lucro o con unas ganancias mínimas.

 

Podría entonces analizarse la viabilidad de establecer un trato diferenciado a nivel regulatorio entre estas dos modalidades por ejemplo a nivel tributario o de protección a usuarios.

 

Por otra parte, se encuentran las empresas tradicionales del mercado quienes argumentan la amenaza de sus condiciones competitivas por la aparición de los nuevos participantes de la economía colaborativa. Estos actores han manifestado además que los nuevos jugadores gozan de flexibilidad para competir en mejores condiciones, ya que no tienen la obligación de cumplir con toda la regulación que sí deben cumplir las empresas tradicionales.

 

Todas estas preocupaciones son válidas y requieren alguna respuesta de los organismos encargados de la regulación y de fomento de la competencia, quienes deben reconocer la importancia para la economía de estos actores tradicionales que representan una parte significativa de los ingresos por tributación que recibe el Gobierno y que sin duda prestan servicios imprescindibles para los usuarios finales.

 

Por lo tanto, la respuesta de las autoridades no debe ser de ninguna manera la imposición de obligaciones excesivas y que desestimulen la inversión de los nuevos participantes de los mercados. Por el contrario, el camino a seguir es la nivelación del campo de juego para que las condiciones competitivas sean las adecuadas con la mínima intervención. El primer paso para ello,  debería ser un análisis exhaustivo de las normas vigentes que regulan la actividad en su forma tradicional, con el fin de determinar cuáles de estas obligaciones podrían ser flexibilizadas o eliminadas y así equiparar de alguna manera las cargas frente a los actores de la economía colaborativa. Los reguladores tendrían también que pensar en opciones de desregulación a favor de los existentes y la eliminación de las barreras de entrada a los nuevos jugadores de los mercados, en aras de fomentar la libre, efectiva y leal competencia.

De acuerdo