Existe la idea, sorprendentemente extendida de que el derecho de autodeterminación podría admitirse si, previamente, el texto constitucional se reformase. Es algo jurídicamente rechazable

Con ocasión de la polémica actual sobre los indultos y sobre los temas a tratar en la mesa de negociación mediante la cual el Gobierno pretende encausar el llamado problema catalán (que es, más exactamente, el problema creado por el nacionalismo catalán) ha vuelto a surgir, una vez más, la apelación al derecho de autodeterminación. A esos efectos no está de más recordar una obviedad y reflexionar sobre algo que, a algunos, les parece menos obvio.

Que en nuestro actual ordenamiento constitucional no tiene cabida el derecho de autodeterminación de una parte de la comunidad política es algo claro, según lo ha reiterado el Tribunal Constitucional. Y lo mismo sucede en otros países con un sistema constitucional democrático, como Estados Unidos, Francia, Italia o Alemania, por ejemplo. De ahí que un referéndum de autodeterminación esté, sin duda, prohibido en nuestra Constitución y en la de esos otros países (incluso si tal referéndum se anunciase como consultivo y no vinculante, STC 103/2008). Esta es una obviedad que no requiere, por ello, de glosa más amplia, sólo de recordarla para que no se olvide.

A partir de ahí conviene, no obstante, reflexionar sobre otro supuesto de ejercicio del derecho de autodeterminación que no está referido al presente, sino al futuro, de manera que, al parecer, salvados algunos obstáculos jurídicos que ahora lo impiden, la inviabilidad de ese ejercicio ya no sería tan obvia como en el caso anterior. Se trata de la idea, sorprendentemente extendida entre determinados políticos y algunos juristas, de que el derecho de autodeterminación, actualmente impedido por nuestra Constitución, podría admitirse si, previamente y a tal efecto, la Constitución se reformase incluyendo tal derecho.

Creo que esa posibilidad es jurídicamente rechazable. El Derecho, que ofrece vías suficientes para ayudar a solucionar problemas sociales y políticos, tiene, sin embargo, unas reglas que no pueden quebrantarse, porque, si se hiciera, el Derecho simplemente desaparecería, al eliminarse la seguridad jurídica que es un principio del que no puede desprenderse. La primera y principal de esas reglas reside en el respeto a los conceptos jurídicos en los que el Derecho se basa. El más fundamental de esos conceptos es el de Constitución.

Toda Constitución ha de descansar en un presupuesto básico: la unidad de la soberanía y, por ello, la unidad del poder constituyente. Por eso, la soberanía, como acertadamente reconoce nuestra constitución en sus arts.1 y 2, es indivisible y reside en el pueblo español en su conjunto. Sin tal principio la Constitución, literalmente, no existe. Cosa bien distinta es que la Constitución pueda reformarse e incluso revisarte en su totalidad, como sucede en el caso de la nuestra, a diferencia de lo que ocurre en otras constituciones democráticas como las de Alemania, Francia o Italia, que imponen límites materiales a su reforma.

Efectivamente, la española no establece límites materiales expresos a su reforma, según se deriva de su art. 168, lo que no significa que carezca por completo de límites implícitos deducibles a través de la interpretación. Al margen de esa discusión doctrinal sobre los límites, lo cierto es que nuestra Constitución, en principio, puede ser cambiada en cualquiera de sus partes siguiendo los procedimientos por ella establecidos.

Ahora bien, ese cambio, tanto si es parcial como si es total, no puede suponer una ruptura de la Constitución, sino una continuidad de la misma, por muy importante y extenso que el cambio hubiera sido. En otras palabras, el art. 168 CE no permite abandonar el sistema constitucional, puesto que el texto resultante ha de seguir siendo una Constitución y, por ello, basado en el presupuesto nuclear que da sentido al concepto: la unidad de la soberanía.

Por ello la Constitución (cualquier Constitución) no puede basarse en una soberanía compartida por diversas entidades o comunidades políticas que se relacionen en un plano de igualdad, de manera que dependa libremente de cada una de ellas estar juntas o separadas. Como decía con tanto acierto Kelsen, “el Derecho se destruye si descansa en el axioma debes si quieres”. De ahí la imposibilidad conceptual de que el Estado constitucional pueda dar cobijo a una confederación, figura que se encuadra en los pactos relativos al Derecho internacional, pero no en las exigencias del Derecho constitucional. Aparte de que su ineficacia como forma de Estado ya se demostró en el pasado, obligando a su inmediato abandono en los Estados Unidos en 1787 o en Suiza en la segunda mitad del siglo XIX (aunque, de manera puramente nominal, se siga hasta ahora designando a Suiza como “confederación helvética”) y a la adopción en ambos países de una auténtica federación.

Incluir, pues, en una Constitución, el derecho de autodeterminación significaría, inexorablemente, admitir que la soberanía está dividida, ya que ésta no residiría en el pueblo en su conjunto, sino en cada una de sus partes, que pueden alterar, por su sola voluntad, lo que a todos concierne. El Derecho no permite, de ningún modo, una trasformación así del concepto de Constitución.

Por eso, si tal alteración sucediera, se habría producido fuera del Derecho, en cuanto que daría lugar, no a una Constitución reformada, sino a una “no Constitución”, y en tal caso el procedimiento previsto en su art. 168, en lugar de servir para cambiar nuestra Constitución, habría servido para destruirla. Esta conclusión no sólo vale para la Constitución española, pues, en términos generales y cualquiera que sea el procedimiento de reforma, vale igualmente para toda Constitución digna de ese nombre: la Constitución de un Estado democrático de derecho. Hay que decirlo muy claro: cualquier Constitución es incompatible con el derecho de autodeterminación.

De ahí que me haya parecido pertinente expresar esta reflexión para salir al paso de la errada idea de que en España el derecho de autodeterminación, ahora lógicamente prohibido, podría no obstante garantizarse mediante una reforma constitucional. Eso, jurídicamente, es imposible. Cosa distinta es que se produjera la ruptura de nuestra Constitución por haberse omitido el imperativo deber de defenderla, pero entonces tal ruptura, indeseable y reprochable, sólo podría basarse en la fuerza de los hechos, nunca en la fuerza del Derecho.

 

Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.

De acuerdo