La tensión entre la libertad y la seguridad, entre el derecho a la intimidad y orden público, está, en este tiempo en que vivimos, de palpitante y rabiosa actualidad. No sólo porque en la lucha contra el delito organizado y el terrorismo internacional  es necesario detener a los asesinos y evitar que se consumen tales crímenes. También porque estamos conociendo que determinadas agencias de inteligencia, en solitario o con el auxilio de sus homónimas, han encabezado una ingente operación de espionaje a millones de personas.

 

Estos días, por ejemplo, el gobierno británico acaba de anunciar un proyecto de ley por la vía de urgencia que obligará a las compañías telefónicas y proveedores de servicios a que mantengan almacenados a disposición de los servicios de seguridad durante un año los datos de comunicaciones. Se trata de la reacción del gobierno inglés a la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea que anuló una norma comunitaria de 2006 que obligaba a mantener los datos electrónicos  durante dos años. Ahora,  el máximo intérprete del Derecho Comunitario Europeo consideró que un período tan largo atentada contra los derechos ciudadanos por obvias razones.

El problema, a mi juicio, no es de orden temporal, sino de orden moral. Si un servicio de seguridad sospecha fundadamente, con razones que debe alegar y someter a  contraste jurídico de un colegio de personas independientes, jueces por ejemplo, ningún problema en el acceso a esa comunicación. Pero tener de forma masiva y a disposición general de las autoridades de seguridad los datos de las comunicaciones de los ciudadanos, no se compadece, de ninguna manera con el Estado de Derecho, en el que bajo ningún concepto puede existir un poder general e indeterminado de las autoridades para intervenir en la vida de los ciudadanos. Existen intervenciones concretas y precisas para las que se debe solicitar, también de forma concreta y precisa, la pertinente autorización. Siempre hay formas de garantizar el Estado de Derecho por muy urgente  que sea la necesidad de intervención. No hay más que preverlas en el Ordenamiento. Sabemos que en materia de intervención el principio de precisión es elemental para que se garantice el Estado de Derecho.

El Estado de Derecho parte de un aserto que es fundamental y que no se puede olvidar: la dignidad del ser humano dispone de tal calibre y relieve jurídico, que se yergue omnipotente frente a cualquier intento del poder de pisotearla. Así fue concebido este modelo de Estado y, sin embargo,  así está siendo lesionado sin que la ciudadanía, hábilmente edulcorada y narcotizada por las terminales de la tecnoestructura dominante, reaccione adecuadamente ante tanto desmán y arbitrariedad.

La vigilancia debe ser respetuosa con el derecho a la intimidad y a la libertad de las conciencias de las personas. Claro que es posible conciliar libertad y seguridad, intimidad y vigilancia. Se puede hacer, pero tal empeño es más complicado que autorizar masivamente, en general, interceptaciones de llamadas telefónicas o de correos electrónicos. Esta práctica, tan extendida, no sólo es ilegal, sino profundamente inmoral. Ilegal porque precisa de la previsión normativa y  de la autorización “ad casum” del juez o colegio de miembros del poder judicial. Y es inmoral, rotundamente inmoral, porque despojar la intimidad o violar la libertad de conciencia es uno de los más colosales crímenes que se pueden cometer en una sociedad abierta contra la dignidad del ser humano.

Es verdad que en la crisis económica han fracasado también los controles y la vigilancia del Estado. Pero eso no justifica que ahora la vigilancia y la supervisión se realicn en las condiciones que estamos conociendo. El dogma de tanta intervención como sea posible y tanta libertad como sea imprescindible es propio del pasado. Hoy no se puede justificar de modo alguno como no tiene justificación de ningún género que se pueda espiar a gogó sin límite.

La verdad es que la calidad del Estado de Derecho en que vivimos está bajo mínimos en muchas de sus principales manifestaciones materiales, también en lo que se refiere a la calidad de la libertad y de la participación.  Cuando pasen los años nuestros descendientes no acertarán a explicarse el grado de deterioro de la calidad democrática en que estamos instalados y, sobre todo, la escasa o nula capacidad de reacción popular. Hoy parte de la sociedad prefiere mirar para otro lado y de vez en cuando, para que no se diga, acudir a algún acto de protesta que otro, para que no se diga. Algo bien conocido, y promovido, por aquellos que están haciendo su agosto  con este estado de cosas en el que con ocasión y sin ella es menester aprovisionarse de toda clase de  sistemas de seguridad. Ahora, sin embargo, el pueblo está despertando más o menos y, de manos de planteamientos interesados, se agita y reclama nuevas políticas. Nuevas políticas que los nuevos movimientos políticos y sociales, canalizando hábilmente el descontento reinante, convertirán, sino reaccionan quienes deben hacerlo, en la base para un ejercicio totalitario del poder. Ejemplos hay están en la mente de todos. Y no muy lejanos territorial ni temporalmente.

De acuerdo