En las sociedades democráticas el ejercicio de la libertad descansa en el derecho. Somos libres porque la ley crea un espacio de seguridad para el individuo que impide tanto al Estado como a los demás interferir en sus asuntos. Naturalmente, esos derechos tienen un reverso en las obligaciones, pero esas obligaciones no son sino las mismas limitaciones que impiden a otros estorbarnos en nuestro ámbito de libertad. Sin la ley, una libertad ilimitada sería, en realidad, una inseguridad y una dependencia ilimitadas; o, como diría Hobbes, un estado de guerra permanente en el que no existirían derechos garantizados para nadie.

La ley, por tanto, es un instrumento de libertad, pero para serlo debe ejercer una presión coercitiva. Es decir, la ley debe representar una amenaza de sanción. La ley no tendría ningún valor si su cumplimiento no fuera exigible y tampoco si su incumplimiento no fuera sancionable. Además, la ley presupone o debe presuponer su efectividad. Es decir, la seguridad de que su vulneración supondrá efectivamente una sanción proporcional al daño social causado. Para dirimir la culpabilidad o no culpabilidad de los acusados y la calidad de las sanciones, están los tribunales de justicia, y sin estos tampoco existirían libertades y derechos.

Sería, sin embargo, insensato suponer que el Estado de Derecho puede descansar únicamente sobre los juzgados, porque, si así fuera, colapsaría enseguida. En realidad, la pervivencia del Estado de Derecho depende fundamentalmente de la confianza fundada de las sociedades en que la ley debe respetarse y en que no hacerlo trae consecuencias. En una palabra, en la confianza en la justicia. Si esa confianza no existiera, si cada cual pensara que la ley es solo una recomendación y ancha es Castilla, entonces el Estado de Derecho se desmoronaría y con él también sufriría merma la libertad individual.

Un Estado de Derecho es, por tanto, un estado en el que los ciudadanos confían en el Derecho y eso significa que dan importancia a lo que firman y dan importancia a que lo que firmen sea conforme a la ley. En última instancia, para el cumplimiento de estos acuerdos y de la norma, están los tribunales. Pero ni aun con la confianza de los ciudadanos en la justicia, los tribunales serían tampoco suficientes. En cualquier Estado de Derecho, la justicia restaurativa debe ser acompañada de la preventiva, que evita el daño antes de que se genere, guiando las manos de los actores para lograr su efectivo cumplimiento.

La importancia de la justicia preventiva en las transmisiones inmobiliarias y en el derecho societario es, por ejemplo, fundamental. Y en este sentido el papel que cumplen los notarios en el ámbito jurídico latino resulta esencial por cuanto dan seguridad jurídica y conformidad de legalidad a las transacciones y acuerdos, evitando que el tráfico mercantil y civil se vea sometido a una judicialización tal que los tribunales no den abasto. Si eso sucediera, la seguridad jurídica se convertiría en una ilusión y, con él, el Estado de Derecho.

Un Estado de Derecho no es sólo, en consecuencia, un Estado en el que funcionan los tribunales, sino un Estado en el que: a) hay una confianza generalizada en la justicia y en la seguridad jurídica; y en el que b) esta confianza está sustentada y reforzada por la justicia preventiva. Un último elemento también ayuda a robustecer todo ese sistema, y es la llamada jurisdicción voluntaria. En un mundo cada vez más basado en el intercambio, es inevitable que surja la controversia y la disputa. El sometimiento voluntario de las partes a un arbitraje común que dilucide la contienda es una fórmula de importancia creciente para el sostenimiento del Estado de Derecho, y está llamada a serlo cada vez más en el futuro.

Una reciente sentencia del Tribunal Constitucional, anulando una decisión del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, después de considerar que se había excedido en sus competencias para anular un laudo, acaba de reforzar el blindaje de los arbitrajes en nuestro país y supone un espaldarazo más a este método de resolución de conflictos. En esta sentencia y en otras anteriores, el más alto de nuestros tribunales ha dejado claro que el control de laudos por parte de las instancias judiciales debe limitarse a las garantías procesales, pero en ningún caso pueden volver a rejuzgar ni entrar en el fondo del asunto, ni valorar si están bien motivadas o no las resoluciones.

Confianza en la justicia, justicia preventiva y sometimiento voluntario de los conflictos a un arbitraje externo. En sociedades cada vez más complejas y globalizadas, pensar que el Estado de Derecho y el disfrute de las libertades y derechos pueden descansar y sostenerse únicamente sobre la labor de los tribunales es tan insensato como inviable. El papel de éstos es, sin duda, fundamental, hasta el extremo de que sin ellos no existiría seguridad jurídica. Pero esta necesita apoyarse sobre otros pilares, que debemos reforzar para que todo el edificio no se desmorone.

En cualquier Estado de Derecho, la justicia restaurativa debe ser acompañada de la preventiva, que evita el daño antes de que se genere

 

Francisco José Fernández Romero, socio director de Cremades & Calvo-Sotelo (Sevilla)

De acuerdo