Al tiempo de escribir este artículo, una ciudadana española, de profesión auxiliar de enfermería, se debate entre la vida y la muerte en un hospital de la Comunidad de Madrid. El motivo que ha llevado a Teresa Romero al Hospital Carlos III de Madrid es de sobra conocido, casi en todos los rincones, no solo de España, también de Europa y del resto del mundo: La auxiliar de enfermería se contagió por el virus ébola por cuidar, como profesional y voluntaria, al misionero español Manuel García Viejo, que contrajo la enfermedad en Sierra Leona; Anteriormente, esta misma auxiliar de enfermería también colaboró en el equipo que intentó salvar la vida de Miguel Pajares, el sacerdote español que, a su vez, contrajo la infección al estar en contacto con el director del Hospital de San José en Monrovia (Liberia), el camerunés Patrick Nshamdze, al que le habían realizado un test que dio un falso negativo.

Como ven estamos ante una enfermedad viral, la cual, al menos en estos dos casos apuntados, podríamos denominar, además, como enfermedad de la solidaridad. Efectivamente, tanto el Padre Miguel Pajares, como la auxiliar de enfermería, Teresa Romero, contrajeron el virus ébola por intentar ayudar y salvar a los que también pasaron por este triste y desconcertante trance.

En estos días en los que en los noticiarios de medio mundo la palabra más repetida es ‘Ébola’ y en el que raro es el día en que no vemos o escuchamos por radio, televisión, prensa o redes sociales, que una parte de la población dice A, y la otra, dice B, en los que parece que todos buscan culpables o, al menos, “al Culpable”, de la atemorizante situación que ahora paraliza a buena parte de los países más desarrollados (los menos desarrollados llevan años paralizados, no solo por el ébola), en estos días de tanto decir y desdecir, he querido apagar la radio y la televisión y desconectarme de las redes sociales para, en el silencio de la noche y sin el ruido de fondo que, en ocasiones, contamina nuestro pensamiento, intentar captar una visión menos estática de la situación, concentrarme en lo global en detrimento de tantos particulares que hoy nos invaden.

Y, puedo asegurarles, que en el gran estruendo de este silencio he podido alcanzar mucha claridad a mi mente y sentimientos confusos.

Les explico lo que he logrado ver, más bien sentir:

El temor que tenemos a contagiarnos por el virus ébola no es tal, al menos, no es tan fundado como aparentemente creemos. Obviamente, a ninguno de nosotros nos gustaría vernos en una situación de pasar por esta enfermedad, pero el verdadero temor de todos nosotros es lo que subyace, casi sin ser conscientes de ello. Nuestro temor está fundado en el terrible hecho de que se rompa esa eterna barrera (casi psicológica) entre los “dos mundos aislados”, el mundo desarrollado y el mundo menos desarrollado (el término subdesarrollado, nunca me gustó).

En mi silencio de esta noche he imaginado a “nuestro mundo desarrollado” desmoronarse, venirse abajo por otra epidemia aún peor que el ébola. Esa epidemia se llama “Corrupción” y lejos de haber una vacuna eficaz para tratar de prevenirla, en nuestro mundo desarrollado no parece que existan ni siquiera los primeros ensayos para dicha epidemia.

En mi silencio de esta noche he visto llorar a familias enteras de muchos políticos, directivos de Cajas de Ahorros, sindicalistas, empresarios y de otros muchos representantes sociales y profesionales de diferentes sectores económicos. Y saben ¿por qué lloraban esas familias?, no, no lloraban por saber que esos políticos, directivos, sindicalistas u otros representantes sociales se hubieran contagiado por ayudar a otras personas, lloraban de vergüenza, les produce una gran vergüenza comprobar que sus familiares se han contagiado por (presuntamente) mentir, traicionar y robar a sus semejantes.

Pues bien, sepan que, en el silencio de esta noche, sin ruidos ni condicionantes de ninguno de los que opinan ‘A’ o ‘B’, ni de los que tratan de buscar culpables, me ha llegado y he sentido una reveladora Verdad: Nuestro mundo desarrollado, ya se ha contaminado sin remedio. Pero no de ébola, sino de una pandemia mucho peor: La Corrupción.

¿Saben por qué estoy convencido que la pandemia de la corrupción es mucho peor que el virus ébola? Se lo explicaré, brevemente, en estos tres motivos:

1º El virus ébola no se contagió (según lo publicado por los investigadores), en su origen, por un acto de avaricia o codicia como el que ha contagiado a nuestro mundo desarrollado por la corrupción.

2º Los profesionales que, hasta la fecha, se han contagiado por ébola, han sido personas que pusieron en riesgo sus vidas, para intentar salvar a los demás. Los que se contagiaron de corrupción, nunca, jamás, pensaron en ayudar a sus semejantes, antes al contrario, se valieron de la confianza de éstos, para enriquecerse de forma injusta.

3º El contagio de Ébola, por desgracia, aún no está controlado y podrá afectar a muchas otras personas en el mundo pero, afortunadamente, muchos científicos e investigadores están avanzando en su estudio y, más pronto que tarde, se logrará dar con la vacuna eficaz para su prevención y tratamiento. La vacuna o el antídoto para la corrupción, no creo que se logre averiguar jamás, ya que solo la posee y la controla cada hombre o mujer, de forma individualizada y, en estos casos, hay un único factor que la podría erradicar: Que todos los hombres y mujeres del mundo fueran honestos, consigo mismos y con sus semejantes.

En el silencio de esta noche sólo espero y deseo tres cosas: Que se recupere pronto la auxiliar de enfermería y voluntaria de cuidar por el estado de salud del Padre Miguel Pajares (Q.E.P.D.); Que se averigüe muy pronto una vacuna eficaz para prevenir y tratar el virus ébola; Y que haya tantos hombres y mujeres honestos, como la desaparición de la corrupción necesita nuestro mundo.

Una vacuna para el Ébola y un antídoto para la Corrupción.

De acuerdo