Vivimos en su mundo de acelerados y permanentes cambios. Es verdad, quien lo puede dudar. Con sólo asomarnos a la realidad, a lo que acontece en nuestro tiempo, caemos en la cuenta de que muchas cosas ya no son como antes. Por ejemplo, las nuevas tecnologías, que se presentan como grandes oportunidades, y lo son, para aumentar el caudal de nuestros conocimientos y para relacionarnos más y mejor entre seres humanos e instituciones, en ocasiones aparecen como aliadas de tropelías y desórdenes sin cuento.
Los gobiernos, que tienen la gran tarea de la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos no pocas veces utilizan sus magnos poderes para dar voz a los poderosos y oprimir al común de los mortales. La ley, la expresión de la voluntad general, la gran hacedora del bien general del género humano, en ocasiones aparece como un instrumento de dominación de unos sobre todos. Las relaciones internacionales, diseñadas en origen para salvaguardar el bienestar de los pueblos y construir espacios de paz se pueden tornar, y de hecho se tornan, como elementos determinantes para la opresión y las guerras. Y, la jurisprudencia, expresada a través de las sentencias de jueces y tribunales, no pocas veces parece un ejercicio político destinado a contentar a tirios y troyanos en lugar de buscar lo que corresponde a cada uno, lo que es justo en una palabra.
Es decir, comprobamos a diario que en este mundo en que nos ha tocado vivir las instituciones sociales aparecen transidas de un halo de de discordia y de enfrentamiento que oscurece las conciencias y provoca una cierta sensación de desconcierto. En realidad, lo que ocurre, según mi punto de vista, es que estamos dejando que el Derecho, que es, que debe ser, expresión de la justicia, discurra por los derroteros del uso alternativo que intentan imponer quienes han renunciado a que resplandezcan los derechos de todas las personas. En su lugar, se prefiere trabajar sin descanso por disolución social desde la que se intenta apuntalar la denominada dictadura del pensamiento único. Es una nueva versión de la máxima hobbesiana que interesa implantar a los que temen que la armonía y el equilibrio social adquieran consideración central, a quienes tienen tirria a que la lucha por el Derecho ilumine la acción de los poderes del Estado.
Pareciera que se intentan desmontar los pilares sobre los que se construyó el llamado Estado de Derecho para levantar un mundo en el que lo relevante no es la dignidad de la persona, lo que el ser humano es, sino lo que el ser humano puede, lo que vale y lo que representa. De esta manera, se niega la realidad de los más elementales derechos de la persona humana para comenzar una carrera hacia la desigualdad, en la que los que mandan deciden quienes, y por qué conceptos, pueden disfrutar de los derechos fundamentales. A las personas se las califica, se las evalúa en función de elementos externos: el dinero, el poder, o la notoriedad, instalándose en la sociedad una peligrosa manera de clasificación social desde la que se discrimina y se selecciona quienes son los aptos para ingresar al espacio de la deliberación pública.
Pues bien, en este contexto el sentido del Derecho, la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, lo que le corresponde, está oscurecido por grandes nubarrones. Por un lado, la administración de la justicia en ocasiones se politiza, siendo los partidos las terminales desde la que se mueven los hilos de los más importantes conflictos y controversias que se producen en el tráfico jurídico. Por otra parte, los legisladores se hincan de rodillas, sumisos e inermes, ante los aparatos de las formaciones partidarias. Y, por si fuera poco, los gobiernos y administraciones de la cosa pública son perfectas correas de transmisión de los designios de quienes dirigen están al mando del poder partidario. En otras palabras, el Estado de Derecho se ha convertido en el Estado de los partidos. Algo bien conocido y bien teorizado por algunos especialistas de la filosofía del Derecho que reclama reflexión serena, estudio meditado y un obvio ejercicio de autocrítica de nuestros máximos responsables públicos porque por el camino que vamos el pueblo pierde la ilusión por la justicia, por la verdad y por la grandeza dela democracia. Probablementenos quedáramos atónitos si se pudiera pulsar la opinión real de la ciudadanía acerca de la manera en que se conducen los asuntos públicos en este tiempo en muchas latitudes del planeta.
Cuándo nos topamos con evidentes normas antijurídicas, cuándo contemplamos como a diario se desafían los sillares una cultura instalada en la centralidad del ser humano, cuándo asistimos al intento de laminación de las más elementales expresiones de la armonía social, cuándo se busca la destrucción del adversario, o cuándo se atenta contra los valores del Estado de Derecho, entonces aparece como una tarea urgente recuperar el Derecho, los valores del Derecho que, para nosotros, se encuentran, insisto, en la capitalidad de los derechos fundamentales de la persona, solar en el que se funda la radicalidad de la condición humana.
La lucha por el Derecho, en este país, como en otros muchos, requiere de valientes testimonios y de compromisos firmes para volver al sentido de lo justo, de la equidad que, por encima de banderías partidarias, se resume en la igualdad ontológica de los seres humanos y en la fortaleza dela justicia. Algoque la reciente política ha desbaratado al concebirse y realizarse, más que como una tarea diseñada para la mejora permanente de las condiciones de vida de la gente, como un puro ajuste de cuentas, como un quítate tú para ponerme yo en tantas ocasiones. Es decir, ante la tiranía de la subjetividad en el ejercicio del poder, el Derecho público reclama racionalidad, limitación, uso de los poderes a la medida de la condición humana, compromiso con la mejora continua e integral de la vida del pueblo. Algo que hoy, en España, desgraciadamente brilla por su ausencia.
La recuperación del sentido del Derecho es posible, es imprescindible y ha de convocar a las personas que trabajamos en la formación de los juristas y a todos los operadores jurídicos. Es un asunto de envergadura que reclama un cambio de rumbo sustancial en la forma en que se conducen los poderes del Estado.