1. Reflexiones concomitantes sobre los impulsos belicistas

Reflexionar sobre la guerra es reflexionar sobre su etiología que podemos encontrarla en la violencia, que nos recuerda el aforismo de Tito Mascio Plauto en su obra Asinaria, que más tarde utilizará Thomas Hobbes en De Cive, sobre la idea de que «el ser humano es un lobo para el ser humano y no es, por tanto, ser humano cuando desconoce quién es el otro» y que en su estructura latina reza así: «Lupus est homo homini, non homo, quom qualis sit non novit». La consustancial tendencia a la violencia para resolver los conflictos nos muestra la cara oscura de la condición humana en contraposición con la cara luminosa de la dignidad humana que se recoge en la obra Oratio de hominis dignitate (Discurso sobre la dignidad del ser humano) de Giovanni Pico della Mirandola donde nos habla de ese misterio que es ser humano y que se aproxima a lo que Séneca definiría, en Cartas a  Lucilio (XCV, 33) en la idea de que, al contrario del aserto de Plauto, «el ser humano es sagrado para el ser humano» («homo sacra res homini»).

Sin embargo, la violencia se ha enseñoreado en los comportamientos humanos de tal modo que parece casi natural que los conflictos deban resolverse por la fuerza y por las armas y no por el diálogo sosegado de las partes en pugna. Como bien destaca Gómez Galán: la violencia existe, tiene múltiples dimensiones y son variadísimas sus manifestaciones. Nos impactan sus expresiones más ostensibles o cercanas, somos con frecuencia sensibles a sus señales más evidentes, y a veces llegamos a tolerar con resignación sus demostraciones más discretas o distantes. Lo cierto es que convivimos con la violencia, y ésta, queramos o no, está presente en nuestras vidas. Y, seguidamente, agrega: «además, la violencia constituye siempre un enorme freno para el desarrollo».

Los comportamientos bélicos y el trasfondo de violencia que ellos implican se han ido apoyando, a lo largo de la historia, en el desarrollo de la tecnología que, lamentablemente, le ha hecho un flaco favor a la paz. Todo ello nos lleva a meditar sobre la influencia de la tecnología en la sociedad moderna y, en particular, en lo que se ha dado en llamar la posmodernidad. Dado que para Zygmunt Bauman el contexto global de la vida contemporánea presenta riesgos de una magnitud insospechada, incluso, apunta, catastrófica, como los genocidios, las invasiones, las guerras, el fundamentalismo de mercado, el terror de Estado o la intolerancia de credo. Sin embargo, para este autor una esperanza recorre la ética posmoderna en la medida en que se haga visible la fuerza moral, oculta en la filosofía ética, con el fin de que se pueda llegar a generar una moralización de la vida social. Bauman, caracteriza a nuestro tiempo como lo que él ha llamado un «tiempo líquido», es decir, un modelo que hace a la sociedad flexible y voluble ya que sus valores no perduran el tiempo necesario como para solidificarse y, por tanto, no sirven de marco de referencia que generen valores permanentes, lo que crea en los ciudadanos una gran inseguridad e incertidumbre.

Este modelo posmoderno se diferencia con la modernidad, según Bauman, ya que el modelo anterior era «sólido», es decir, estable y repetitivo. Sin que ello implique una nostalgia trasnochada de que todo tiempo pasado fue mejor, sino la cordura de buscar valores estables que, con acierto, se han recogido, finalizada la Segunda Guerra Mundial, en textos como la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), o la Declaración de las Naciones Unidas para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial (1963 y la Convención subsiguiente de 1965), o la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de los Crímenes de Lesa Humanidad (1968), por citar algunos ejemplos señeros, que reclaman el derecho de la humanidad a liberarse de estos odiosos flagelos, y que la sociedad contemporánea parece estar olvidando estas premisas básicas del comportamiento humano con Gobiernos incapaces de controlar su territorio, con oligarquías gobernantes corruptas o digitadas, detrás de las bambalinas, por mafias de todos los colores. Jacques Ellul, en la década de los años cincuenta, ya lo había pronosticado, cuando anunció que la tecnología era un nuevo tipo de coacción sobre la condición humana, pues, entendía que el cambio tecnológico fomentaba una deshumanización, ya que separaba a los seres humanos de la naturaleza, subordinando la rica variedad de la experiencia humana a los cálculos del racionalismo instrumental.

Recordemos que durante la Segunda Guerra Mundial se realizaron experimentos inhumanos en materia de medicina con prisioneros por las potencias del Eje y que los Aliados tiraron la bomba atómica sin el menor reparo humanitario. Después de Hiroshima y Nagasaki, Albert Einstein dijo «la bomba atómica nos sitúa ante un problema de ética y no de física». Como señala Carl Mitcham, estudios posteriores han revelado experimentos médicos inmorales no solo llevados a cabo por los enemigos de la democracia, como los realizados por el Tercer Reich, sino dentro de los propios regímenes democráticos, como el caso de experimentos médicos reservados solo para las minorías en el tercer mundo o los ensayos de Tuskegee con afroamericanos afectados de sífilis, o el uso excesivo de pesticidas en los cultivos, o los casos de soldados y ciudadanos expuestos a dosis masivas de radiación, tal como ha ocurrido en las pruebas nucleares de Nevada y en el Pacífico Sur, y todo ello en nombre del conocimiento científico-técnico.

Estos breves ejemplos nos están dando la pauta del deterioro ético que no solo afecta a los seres humanos corrientes sino que también, y esto resulta alarmante, se encarama a los ámbitos del poder político y utiliza a la comunidad a su beneplácito ante el silencio cómplice de aquellos que lo han detectado, pero como en el cuento de Andersen no se atreven a decir «que el Rey va desnudo». En este proceso de claroscuros nos encontramos con que en el mismo confluye una serie de factores que se interrelacionan entre sí en donde lo privado y lo público se entremezclan sin tener en cuenta el ámbito de lo estrictamente personal e individual que es donde se fraguan los valores éticos.

En esta dinámica evanescente en la que se encuentra sumida la sociedad de nuestro tiempo, como decíamos líquida, frágil, altamente proteica y por ende poco sujeta a la reflexión, resulta preocupante que los poderes públicos no tengan en cuenta los valores trascendentes de los seres humanos más que en los «brindis al sol», de carácter ritual y cargados de parafernalia, pero sin contenido y, por otro lado, el plano de lo privado y familiar se encuentra cuestionado por las rupturas generacionales. En este panorama, cabe que nos preguntemos: ¿hacia dónde vamos? En este sentido, Federico Mayor Zaragoza llama nuestra atención sobre la siguiente idea: … si queremos dar hoy un auténtico porvenir al futuro, demos un porvenir a la ética del futuro. Y esto, formar ciudadanos responsables ante el provenir, es ante todo una tarea de la enseñanza. Es ella la primera nodriza de la ciudad, la que nos enseña no sólo a conocer y a hacer, sino también a ser y a vivir juntos. Por ello, frente a la violencia en algunos casos endémica y que se hace concomitante al uso de las armas, se hace, necesaria y con urgencia, la plasmación de una ética cívica que surja del ámbito individual, de cada ciudadano y ciudadana, con el fin de visualizar comportamientos éticos que, desde lo individual, influyan en el contexto social.

De esta manera, podemos colegir que si bien todos estos ámbitos confluyen y se interrelacionan entre sí, el primero de ellos, el de las concepciones internas, es el más importante, pues su influencia sobre los demás es edificante, siempre que parta de bases justas y sabias. La influencia de lo individual en lo doméstico y del pequeño entorno en lo general determina el hecho de que el desarrollo de los valores fundamentales en los individuos es un punto de partida que no debe despreciarse. ¿En qué medida un ser humano honesto influye en su familia y en su entorno inmediato? Y si llega a ejercer responsabilidades superiores, ¿de qué modo podrá incidir en la moral y la ética colectiva? Todos estos criterios nos llevan a colegir que la violencia y la falta de una real ética cívica encuentran su mejor caldo de cultivo en el uso de las armas para resolver los conflictos y en definitiva todos los caminos son concomitantes hacia las escenas bélicas que lejos de mejorar la convivencia la empeoran y la anquilosan en una lucha de todos contra todos, donde el ser humano no es más que un instrumento que utilizan las potencias para mantener su hegemonía y control «sobre los otros». Por ello insistimos que la etiología de la guerra hay que buscarla en los gérmenes de la violencia, así como en la falta de ética individual, y en la medida que no logremos conjurarlos no podremos alcanzar los modelos de convivencia oportunos que sirvan para fraternizar las relaciones humanas y el equilibrio pacífico de la comunidad internacional. Incluso, aunque pueda generar la sensación de un cierto grado de utopía, lamentablemente aquellos  que así piensan no encontrarán jamás el camino de la paz, pues como bien señaló en su día Eleanor Roosevelt, en la génesis de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, «no basta con hablar de paz, uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla».

 

2. A propósito de la seguridad humana

 

 En base a lo expuesto, pasar a analizar los criterios sobre los que se basa el concepto de seguridad humana implica necesariamente tener en cuenta la necesidad de regular la malsana tendencia de resolver los conflictos por medio de la violencia. Ha sido en el marco de los estudios sobre desarrollo humano donde se ha abierto un debate importante sobre los objetivos de la cooperación para el desarrollo que sin duda se enlazan con los criterios que inspiran a la seguridad humana. Puesto que la comunidad internacional, a través del esfuerzo realizado por la doctrina, las organizaciones no gubernamentales y la Organización de las Naciones Unidas, ha comenzado a valorar el desafío de alcanzar un desarrollo con «rostro humano». Los esfuerzos por lograr una sociedad más justa, que tenga presente la lucha contra la pobreza, la desigualdad entre los países, las libertades políticas, los derechos humanos, la igualdad entre hombres y mujeres, se han visto reflejados en los llamados derechos de la solidaridad. Para autores como Nagendra Singh, a partir de la  Declaración de Río de 1992, debe asociarse de manera indiscutible el derecho al desarrollo con el concepto de desarrollo sostenible, puesto que, como bien se recoge en el principio tercero de la citada Declaración de Río, el derecho al desarrollo debe respetar los imperativos de la sostenibilidad

 

3. Sobre las técnicas del desarme 

 

Resulta evidente como afirmación tautológica que un buen camino para alcanzar la paz en las relaciones internacionales se debería fundamentar en el desarme ordenado y sistemático por parte de los Estados que componen la comunidad internacional. Tengamos en cuenta que finalizada la Segunda Guerra Mundial, a la que la humanidad no supo sustraerse a pesar de la triste experiencia de la Primera Guerra Mundial, la Gran Guerra, la Carta de las Naciones Unidas, en su preámbulo, recordaba que «nosotros los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles».

Se imponía la obligación de «practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales» y en esta línea propone «asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común». Con tal vocación, el artículo 11 de la Carta de las Naciones Unidas reza: La Asamblea General podrá considerar los principios generales de la cooperación en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, incluso principios que rigen el desarme y la regulación de armamentos y podrá hacer recomendaciones de tales principios a los Miembros o al Consejo de Seguridad o a éste y a aquéllos. El desarme es sin duda una vía importante para alcanzar la paz, por ello en esta línea resulta encomiable el esfuerzo que realiza la Asociación Española para el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (aedidh) que ha emprendido una loable campaña mundial que comienza en 2007, apuntalada sobre los cimientos de la Declaración de Luarca sobre el Derecho Humano a la Paz de 30 de octubre de 2006 y que se cierra en 2010, logrando aglutinar a casi dos mil organizaciones de la sociedad civil y ciudades de todo el mundo, además de numerosas instituciones públicas entre las que se encuentra, en España, el Congreso de los Diputados y varios Parlamentos utonómicos. En el ámbito gubernamental, los veintidós Estados miembros de la Cumbre Iberoamericana (entre ellos España) aprobaron el 29 de octubre de 2011 en Asunción (Paraguay) una resolución de apoyo al proceso de codificación del derecho a la paz entonces en curso en el marco del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Carta de las Naciones Unidas de 26 de junio de 1945, En este sentido, la Campaña Mundial a favor del Derecho Humano a la Paz se marcó dos objetivos: en primer lugar, alcanzar un articulado jurídico-político que se apoyara en sucesivas declaraciones y respondiera a los anhelos de la sociedad civil. A partir de la citada Declaración de Luarca, se convocaron numerosas consultas de personas expertas en las cinco regiones del mundo en las que se gestaron tanto la Declaración de Bilbao de 24 de febrero de 2010 —que supuso una lectura de su antecesora a la luz de las abundantes contribuciones regionales recibidas—, como la Declaración de Barcelona de 2 de junio de 2010 —adoptada por un comité internacional de redacción—, que ha servido para refrendar las dos declaraciones anteriores y darles una legitimidad internacional. El rigor del procedimiento empleado, en constante consulta con la sociedad civil de base en los cinco continentes, permite afirmar que los parámetros jurídicos del derecho humano a la paz, tal como se reafirma en la Declaración de Santiago sobre el derecho humano a la paz de 10 de diciembre de 2010, representa genuinamente los intereses de la sociedad civil internacional.

En segundo lugar, la Campaña Mundial se diseñó para persuadir a los Estados miembros del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas a iniciar el proceso de codificación del derecho humano a la paz. Después de tres años de trabajos intensos se logró, con considerable esfuerzo, que el 17 de junio de 2010 el Consejo de Derechos Humanos (Resolución 14/3) se hiciera eco de la propuesta y, después de reconocer la importante contribución de la sociedad civil, solicitase a su Comité Asesor la preparación de un «Proyecto de declaración sobre el derecho de los pueblos a la paz».

 La Campaña Mundial, cuya segunda fase concluyó el 10 de diciembre de 2010 en el marco del congreso internacional celebrado en Santiago de Compostela, se cerró con el colofón de la aprobación de dos importantes resoluciones. Por un lado, la Declaración de Santiago sobre el derecho humano a la paz que se viene a unir a las tres anteriores declaraciones y donde se cristaliza la idea de que «la paz es un derecho humano universal, sólidamente enraizado en el Derecho internacional y en las normas internacionales de derechos humanos». Y, por otro lado, con la aprobación de los Estatutos del Observatorio Internacional del Derecho Humano a la Paz, que es operativo desde el 10 de marzo de 2011 con el fin de empoderar a la sociedad civil en estas materias y promover la codificación internacional del derecho humano a la paz en el seno de las Naciones Unidas.

Es a partir de la Declaración de Santiago donde se establecen los parámetros para fomentar los hábitos necesarios para que la conciencia sobre la necesidad de codificar el derecho humano a la paz se vaya extendiendo en las diferentes zonas del planeta, en particular, en aquellas donde se quiebra el derecho de los pueblos y de las personas a vivir en paz y «a practicar la tolerancia y vivir en paz como buenos vecinos», como sentencia en su Prólogo la Carta de las Naciones Unidas de 1945. 

Desde su creación, la Organización de las Naciones Unidas ha sido el adalid de los objetivos del desarme como el criterio eje para mantener la paz y la seguridad internacionales. Su cometido se ha centrado fundamentalmente en la reducción y eliminación de las armas nucleares, la destrucción de las armas químicas y biológicas, así como el control de las armas ligeras y armas convencionales. Se ha hecho especial hincapié en detener la proliferación de las minas antipersonas y terrestres y en la actualidad existe una seria preocupación por el aumento del terrorismo internacional que está generando lo que se ha dado en llamar conflictos asimétricos en donde el actor no es un Estado identificable, lo que genera una gran incertidumbre en los modos de evitar su proliferación.

Dentro de los esfuerzos institucionales que se han llevado a cabo, conviene destacar el Tratado sobre la no Proliferación de Armas Nucleares de 1968, así como el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares de 1996, la Convención sobre Armas Biológicas de 1972, la Convención sobre Armas Químicas de 1997, la Convención sobre la Prohibición de Minas de 1999. Por otra parte, ante la emergencia del terrorismo internacional la Asamblea General de las Naciones Unidas ha aprobado una serie de importantes documentos tales como la Resolución 57/83, destinada a prevenir que los terroristas adquieran armas de destrucción masiva y se arbitren modos de evitar su distribución. Por su parte el Consejo de Seguridad adoptó la Resolución 1540 (2004), con el fin de controlar el posible apoyo de los Estados a actos terroristas y que se ha completado con el Convenio Internacional para la Represión de los Actos de Terrorismo de Carácter Nuclear de 2005.

En el marco de la Organización de las Naciones Unidas, se han implementado una serie de organismos y oficinas relacionados con la política de desarme que inspira a la Organización, máxime cuando desde 1987 la Conferencia internacional sobre la relación entre desarme y desarrollo puso en evidencia la íntima relación entre ambos factores, para que en 2008, la Asamblea General instara a los Estados, a través de la Resolución 63/52, a destinar para el desarrollo económico y social una parte de los recursos liberados como consecuencia de la aplicación de los acuerdos de desarme y limitación de armamentos con el fin de ayudar a los países en vías de desarrollo.

No obstante, hay que reconocer que dada la tendencia belicista que se soporta en la estrategia de la supremacía política y militar entre los Estados que conforman la comunidad internacional y pese a los esfuerzos de las Naciones Unidas, hay que convenir que la idea de alcanzar un desarme global se ha enfrentado con un clima de permanente tensión internacional que impide arbitrar las vías para alcanzar el equilibrio oportuno que conduzca al entendimiento pacífico entre las naciones. La política del control armamentístico y el camino hacia programas de desarme realistas se han visto entorpecidos por la carrera de armamentos basada en los desbordantes avances tecnológicos y el lucrativo comercio de las armas que ensombrecen la efectividad de los esfuerzos bien intencionados pero poco efectivos en alcanzar modelos de convivencia pacífica.

No obstante, resulta claro que el desarme es una vía indudable hacia la coexistencia y la paz y el resultado de la misma se engarza en la consecución de la seguridad humana, puesto que habrá de tenerse en cuenta que esta se ve atenazada por innumerables amenazas.

Cabría plantearse que la seguridad humana al ser una necesidad que afecta al género humano en su conjunto implica diversos prototipos, como son la seguridad personal, la seguridad alimentaria, la salubridad, el equilibrio ecológico, la seguridad económica y la seguridad política, lo que nos da la pauta de su dimensión holística. Será necesario realizar un esfuerzo de imaginación que nos permita solventar las necesidades básicas de la humanidad, pero sin desvirtuarnos en los falsos caminos de la fantasía. Como nos sugiere Bertrand Russell, «la imaginación es el aguijón que impulsa a los seres humanos a un esfuerzo ininterrumpido después de haber satisfecho sus necesidades primordiales».

 

 4. En torno a la factibilidad de modular la paz.

 

Modular la paz.tendrá que ser entonces un trabajo imbricado en los criterios de la seguridad humana. Así, por seguridad personal deberá entenderse todos los aspectos que conllevan su conceptualización como la ausencia de violencia física y psicológica, la seguridad alimentaria en la que habrá que tener presente la lógica disponibilidad de recursos alimenticios y su capacidad para acceder a ellos frente al agotamiento de las reservas alimentarias. Tampoco podemos olvidar que la seguridad humana se encuentra íntimamente relacionada con la salud y el equilibrio ecológico que conllevan el acceso al agua potable, la preservación del sistema sanitario y evitar su deterioro, la lucha contra las epidemias y la contaminación planetaria. El Estado está obligado a otorgar a la ciudadanía seguridad económica y seguridad política, luchar contra la disparidad de ingresos que determinan castas de ricos y de pobres, desarrollar sistemas garantistas que protejan el goce de los derechos humanos, así como preservar y cultivar el modelo democrático en el ejercicio del poder. 

Si queremos entender la necesidad de promover campañas internacionales para fomentar el desarme y la seguridad humana, no podemos despreciar la labor en defensa de los derechos humanos como una categoría fundamental sobre la que deben asentarse las propuestas de desarme y seguridad. 

En efecto, hay que reconocer que la defensa de los derechos humanos tiene un largo recorrido que se ha escenificado como distintas «generaciones», medida en que se han ido plasmando en instrumentos jurídicos internacionales que reclaman su observación, respeto y garantía.

Es en este contexto donde se sitúa el derecho humano a la paz, con vocación de plasmarse en una declaración universal que genere en la humanidad la conciencia de fomentar la paz en las relaciones internacionales. No obstante, conviene señalar que su catalogación en generaciones en ningún momento debe aminorar el valor y efectividad de las anteriores a favor de las posteriores, sino que se trata de un conjunto complejo y evolutivo, que no hace más que señalar las dificultades que se ha tenido, a lo largo de la historia, para plasmar los criterios de tolerancia y respeto en una sociedad de malsanas tentaciones totalitarias De hecho, el derecho humano a la paz se construye sobre la afirmación de todos los demás derechos humanos y libertades fundamentales universalmente aceptados, puesto que todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes. 

En definitiva, la lucha por la visualización de los derechos humanos es un continuo que no puede ni debe, en modo alguno, descansar, dado que su defensa y protección exigen una alerta continua. Como bien ha señalado Stéphane Hessel, superviviente de los campos de concentración del Tercer Reich, en su manifiesto Indignez-vous! que se ha convertido, en poco tiempo, en una llamada a la reflexión y a la concienciación de las nuevas generaciones: … non, cette ménace n’a pas totalmente disparu. Aussi, appelons-nous à une véritable insurrection pacifique contre les moyens de communication de masse qui ne proposent comme horizon pour notre jeunesse que la consommation de masse, le mépris des plus faibles et de la culture, l’amnésie généralisée et la compétition à outrance de tous contre tous. Alcanzar la plasmación del derecho humano a la paz es una labor colectiva que no debe cejar bajo ningún concepto y es en el marco de la Organización de las Naciones Unidas donde debemos fomentar su cristalización como un instrumento jurídico efectivo que establezca un nuevo paso hacia una humanidad más consciente y solidaria. 

Como ha señalado Federico Mayor Zaragoza: «¿Si quieres la paz, prepara la guerra?», no. El mundo necesita con apremio, por exigencias de justicia y de solidaridad intergeneracional, ocuparse de los grandes desafíos sociales y medioambientales. Tengo la esperanza de que, en breve, con la movilización popular que permiten las tic, el derecho humano a la paz favorezca el desarme y la resolución de conflictos por la mediación y la conciliación. «Si quieres la paz, prepara la paz», y se producirá una inflexión histórica de la fuerza a la palabra. 

Se trata de «una responsabilidad planetaria» que nos recuerda el esfuerzo de René Cassin cuando en diciembre de 1948 insistió en que aquella primera declaración de derechos humanos se adjetivara como universal y no como internacional, pues de ese modo reflejaba su verdadero sentido ecuménico. Es el futuro de la humanidad lo que está en juego. Por ello cabe reflexionar sobre modelos alternativos que puedan ser efectivos para alcanzar la paz frente a la cerrazón y sin razón de la guerra.

Mahatma Gandhi nos propone una vía interesante de reacción no violenta para alcanzar el desarme y la paz. Aunque a él le cegaron la vida, su doctrina sin embargo abrió caminos interesantes como el modelo de áhimsa (el método de la resistencia no violenta) y que no solo logró frutos políticos, sino que también generó un ejemplo y un método pacífico tal es el de la «desobediencia civil».

 Apunta Emilio Alvarado Pérez que la desobediencia civil es un «tipo especial de negación de ciertos contenidos de la legalidad, que alcanza su máxima expresión en las sociedades democráticas, por parte de ciudadanos o de grupos de ciudadanos, siendo tal legalidad, en principio, merecedora de la más estricta obediencia». Para Dworkin, si bien todo acto de desobediencia civil es un acto de desobediencia de la ley, no todo acto de desobediencia de la ley es un acto de desobediencia civil. Con ello, se quiere indicar que la desobediencia civil se caracteriza por cumplir determinadas condiciones, como el hecho de que es ejercida por personas conscientes y comprometidas con la sociedad; que no se mueven por intereses personales sino que, en general, están imbuidas por el deseo de universalizar propuestas que objetivamente mejorarán la vida en sociedad, de tal modo que la desobediencia civil se convierte en un deber cívico y que, por tanto, trata de hacerse público; que su ejercicio no vulnera aquellos derechos que pertenecen al mismo bloque legal o sobre lo que se sostiene aquello que se demanda; que con ella no se pretende transformar enteramente el orden político sino modificar ciertos aspectos de la legislación que entorpecen, desde su perspectiva, el desarrollo de la sociedad. Por ello, se ha señalado que «la desobediencia civil es un acto de lealtad para con una democracia dinámica con pretensiones integradoras que busca romper los mecanismos oligopólicos de fabricación de consensos».

Hay que señalar que el concepto de desobediencia civil aparece acuñado en los Estados Unidos por Henry David Thoreau en 1848, quien señala en su trabajo que entiende por tal «al derecho legítimo de toda persona a negarse, de forma pacífica e individual, al cumplimiento de aquellas leyes o disposiciones que violenten la conciencia».

 En nuestros días, será, entre otros, John Rawls quien, con mayor claridad, ajuste la definición del concepto de desobediencia civil indicando que debe entenderse así «todo acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno». De tal modo que la desobediencia civil se convierte en el eje sobre el cual se sostienen los fundamentos morales de la democracia. Dentro de esta línea resulta oportuno recoger la aclaración que realiza Hannah Arendt de donde se establece la diferencia entre el objetor de conciencia y los movimientos de desobediencia civil, indicando que el primero sigue «la moral del hombre bueno», y que los segundos, en cambio, van más allá, «siguiendo la moral del buen ciudadano». 

Dos figuras importantes, como la ya apuntada de Mahatma Gandhi y la de Martin Luther King, han puesto en evidencia que la desobediencia civil puede ser un instrumento de enorme efectividad en el marco de lo que podríamos llamar un pacifismo activo. En su Carta desde la cárcel de Birmingham, Martin Luther King indicaba que en ningún momento preconizaba la desobediencia ni el desafío a las leyes en general, sino contra las leyes o normas injustas, entendiendo como tales a aquellas que entran en conflicto con la ley moral o que representan una segregación de derechos o un trato desigual; demostrando que la desobediencia civil puede ser una forma legítima de oposición en un Estado democrático. Como señala Fernández Buey, se exige que la persona o colectivo que practique la desobediencia civil tiene que ser consciente de sus actos y estar comprometida con la sociedad en que la ejerce, es decir, que aquí civil equivale a espíritu cívico; por ende, no está movido por el egoísmo personal o corporativo «sino por el deseo de universalizar propuestas que objetivamente mejorarán la vida en sociedad». De ahí, que como agrega este autor, la justificación de la desobediencia civil en los Estados democráticos representativos tienda a ser no solo moral sino también «ético-política». 

En la sociedad globalizada de nuestro tiempo, el individuo se está convirtiendo en un elemento emergente y, por tanto, la sociedad civil que le acoge presenta nuevos perfiles que convendría ir acotando para entender mejor el alcance de la desobediencia civil en las sociedades democráticas actuales. 

Apunta Javier Gomá, sobre el «yo y la virtud republicana»: … la humanidad es el modelo de una polis universal y común de los hombres. Si se repara de verdad en el hecho de que todo hombre comparte la misma humanidad y en que, por esta razón, parafraseando a Menandro, nada de lo humano debería resultarle ajeno, siendo corresponsable de su destino y de su devenir, se será proclive a extender la anterior interpretación de tercero desde la figura del  vecino» a la humanidad en su conjunto. 

Cabe preguntarse, entonces, si la paz es factible, la «paz perpetua» que añoraba Immanuel Kant. Como bien apunta, a fuerza de la concomitancia belicista que se ha arraigado en los seres humanos, cuando hablamos de tratados de paz, en (en realidad, sólo armisticios) no es mera idea, sino un problema que debemos ir solucionando poco a poco y procurando acercarnos constantemente hasta su fin, ya que el movimiento del progreso ha de ser en el futuro mucho más rápido y eficaz que en el pasado.

 Por ello, en conclusión, con el fin de soslayar el desencanto que puede provocarnos la impotencia de forjar un mundo en paz deberemos seguir insistiendo sobre la necesidad de combatir el deterioro de las relaciones humanas en la comunidad internacional; generando una conciencia activa de oposición a la violencia.

Como señala Lucio Anneo Séneca en su tratado Sobre la ira, esta es enemiga de la razón y se trata de una pasión agitada, desenfrenada basada en el resentimiento y la sed de sangre, pues todo ello nos conduce a la infelicidad, puesto que en la ira se nutren los gérmenes de la violencia. 

 

 

Juan Manuel de Faramiñán Gilbert
Catedrático emérito de Derecho Internacional y Relaciones
Internacionales de la Universidad de Jaén (España).

 

De acuerdo