Muchas veces —sobre todo al principio de su existencia como forma de comunicación— se ha comparado Internet con un mar en el que las personas navegan: de ahí que se hable de navegadores, navegar e incluso, dando una sensación de comunicación más superficial, de surfear en la red. La red es, en efecto, originariamente un modo para que muchas personas, conectando sus ordenadores, puedan compartir información. El provecho que cada persona pueda obtener de tal navegación depende en buena medida, lógicamente, de que uno tenga un fin para el que tal forma de comunicación pueda serle útil. Hay una gran diferencia entre navegar con un rumbo determinado y navegar sin rumbo o al pairo.

La información puede causar, en quien navega sin rumbo determinado, un efecto semejante al que, en la leyenda, causaba el canto de las sirenas. Es conocido cómo superó este obstáculo Ulises, tapando los oídos de sus marineros y haciéndose atar él mismo —que sí oía—, para que el hechizo no le arrastrara: como en este caso hay cierta interacción con las sirenas, quizá convenga mejor el caso de Orfeo, que cantó más fuerte que las sirenas, consiguiendo que no distrajeran a sus marineros. En el caso del navegante distraído, el desorden, la falta de rumbo, está en el sujeto de la acción. Ninguna de estas dos opciones —el navegante que no acepta modificar su rumbo (Orfeo) y el que no tiene rumbo— parecen aceptables en un mundo en que hemos optado por la colaboración. La auténtica interacción permite que descubramos mundos cuya existencia no sospechábamos. Otra cosa es que el fruto de la interacción sea distinto en los distintos navegantes, como el encuentro con el mundo maya y mexicano fue distinto en Cortés, Guerrero y Fray Gerónimo.

El navegante —el de entonces, como el de hoy en Internet— tiene que saber dónde se mete, incluyendo el saber que uno no sabe exactamente con qué se puede encontrar. Tiene que saber qué busca, aunque no tan exactamente como para no necesitar buscar. Tiene que saber, sobre todo, quién es, si quiere saber cómo asimilar los signos con los que se encuentre y cómo comunicar con otras personas. Navegar en Internet no es una aventura loca y, si incluye riesgos, éstos son proporcionales a las oportunidades que ofrece. Y quien no sabe cómo puede evitar unos o sacar partidos de ellas, se parece, en el primer caso, al navegante sin rumbo y, en el segundo, a Orfeo. De algún modo, en el equipaje para la navegación en la red de las tres uves dobles, no debe faltar la reflexión acerca de si el navegante se parece más a Cortés, Guerrero o Fray Gerónimo, y de hasta dónde le interesa o está dispuesto a llegar al embarcarse.

Lo que está claro es que, de una o de otra forma, todos navegamos en el mar de la comunicación: cada uno tiene un poder de comunicar, y se siente atraído por la realidad circundante. Esa necesidad que nos atrae se manifiesta en lo que damos en llamar curiosidad, y que no debe verse desde una perspectiva negativa. Veámoslo con otro ejemplo. Es conocido el episodio del encuentro entre el periodista Stanley y el explorador Livingstone a orillas del lago Tanganika en 1871. Todo el mundo sabe lo que el norteamericano preguntó al británico: Dr. Livingstone I presume? (“el doctor Livingstone, supongo”). Pero pocos saben cuál fue la respuesta de Livingstone: contestó, simplemente, “sí”, y alzó suavemente su sombrero a modo de saludo. Después, cuando Stanley le entregó la correspondencia que traía para él, el explorador le dijo que le contara noticias. Sorprendido, el periodista le dijo que leyera por sí mismo lo que le traía. “¡Ah”, concluyó el inglés, “he esperado cartas durante tantos años que he aprendido a ser paciente. Seguro que seré capaz de esperar unas pocas horas más. Pero cuénteme las noticias generales. ¿Cómo marcha el mundo?” (No, tell me the general news. How is the world getting along?).

Hay curiosidades y curiosidades. Livingstone llevaba perdido en África desde 1864, ¡siete años! Y tenía más curiosidad por saber qué pasaba por el mundo que por leer correspondencia personal. Como sucedía al plantearnos genéricamente la comunicación entre culturas diferentes, encontramos distintas formas de enfocar el problema. El primer libro de la Biblia (Génesis, 19,26) presenta lo que podría llamarse paradigma de una curiosidad fatídica: el de la mujer de Lot, que quedó convertida en estatua de sal por desoír el consejo de no mirar atrás después de salir, con su esposo y sus dos hijas, de Gomorra. Los personajes citados hacen, en ambos casos, aparentemente lo contrario de lo que se les aconseja: Livingstone no abre las cartas, a pesar de que Stanley se lo propone, y la mujer de Lot mira hacia atrás. Ambas actitudes coinciden en mostrar un interés genérico por “lo que pasa en el mundo”. Livingstone pide noticias de algo que, aparentemente, iba menos con él que las cartas que se le dirigían personalmente, y la mujer de Lot aparentemente mira algo —la destrucción de la ciudad es lo que debía querer ver, aunque la Biblia sólo dice que miró atrás— que ya no iba con ella, pues se le había ahorrado la suerte de la urbe que abandonaba.

Probablemente habrá quien piense que el relato del Génesis quiere simplemente fustigar la curiosidad. Yo lo traigo más bien a colación, contrastándolo con el caso de Livingstone, para resaltar que el deseo de saber qué pasa es universal, que es en cierto modo una necesidad que se corresponde con la forma de ser de los hombres, y que no es algo por lo que haya que avergonzarse como si fuera una aberración ajena a la naturaleza humana.

Lo que podríamos llamar instinto de estar informado, no es reducible al concepto habitual que tenemos de curiosidad. La Real Academia Española, en las dos acepciones de esta palabra que tienen que ver con la información es netamente —y hasta diría injustamente— negativa con la curiosidad: “1. Deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne. 2. Vicio que lleva a alguien a inquirir lo que no debiera importarle.” Aquí me interesa de momento resaltar que todos necesitamos saber qué pasa por el mundo y que ese instinto de información no se pierde con el tiempo —como pasó en el caso de Livingstone—, aunque también pueda exagerarse o ejercerse en momentos o respecto a informaciones que no corresponde saber, como parece ser el caso de la mujer de Lot. No se trata de una necesidad vital para el cuerpo, vinculada al instinto de supervivencia como lo está el apetito de la comida. Tampoco parece relacionable con el apetito sexual, al que también se puede renunciar sin perjuicio de la salud, pero que está vinculado a la continuidad de la especie humana, como en los demás animales. La información sobre el mundo que nos rodea, o más bien sobre un mundo más amplio del que ya conocemos, tiene cierto grado de necesidad, pero no puede decirse que se mantenga despierto para que el individuo esté a punto para servir mejor a la sociedad. Pienso que de momento puede bastar con saber que existe, que no es identificable con una curiosidad malsana: no es una necesidad inducida, producto de una cultura torcida o de unos instintos rebeldes a la razón. Buscamos un saber y, con él un poder, un micropoder, que necesitamos para vivir.

De acuerdo