La reciente presentación de las conclusiones elaboradas por la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (“CORA”) ha reavivado el tradicional debate sobre los grados de utilidad, tamaño, gasto y modernidad de nuestra  o nuestras burocracias públicas.

 Lo cierto es que se trata de un debate especialmente plagado de tópicos. El tema de la Administración y sus servidores tiene la característica de ser un verdadero reclamo de lugares comunes, hipótesis y conclusiones muy recurrentes. Sucede lo mismo con otro tipo de asuntos o debates que tienen que ver con nuestras preferencias sobre el modelo de Estado o sociedad, como por ejemplo, los referidos a las formas de Gobierno (o monarquía o república) o a la confesionalidad o laicidad en la educación.

 Cuando, en general, se habla de las administraciones públicas esos tópicos suelen ser especialmente negativos. Y son tan fuertes que casi todos los analistas políticos acuden a ellos, describiendo panoramas catastróficos. Lo habitual es que esos juicios aludan de alguna forma  al conocido “vuelva usted mañana” de José Mariano de Larra, frase que por su poder simbólico es capaz de sintetizar por sí misma el amplio elenco de males y disfunciones que, al parecer de un modo endémico y sin remedio, padece la Administración española.

 En temas tan serios como este conviene no perder de vista que, en la mayoría de la ocasiones, esos tópicos no son más que ideas reiteradas por pura inercia que nadie se ha molestado en contrastar.

 La realidad, afortunadamente, no transcurre en los términos críticos que de forma tan abrumadora se vierten a la opinión pública. La crítica de Larra ya no es real o al menos no en lo que respecta a la mayor parte de la actividad administrativa española. Más bien sucede al contrario.

 Las Administraciones conectadas y el paraíso marxista.

 Los hechos demuestran que es precisamente en el ámbito de las Administraciones públicas en el que se producen o se hacen realidad buena parte de las innovaciones más útiles en materia de gestión. La llamada Administración electrónica española —la que permite la realización de gestiones por Internet— no tiene nada envidiar a los sistemas que puedan actualmente ofrecernos cualquier compañía privada. La Administración central invirtió en tecnologías 1.681 millones de euros en el ejercicio 2011 (Informe Reina 2013). El último informe eReadiness 2010 de la Organización de las Naciones Unidas, España ocupa el noveno puesto del ranking mundial y en el quinto del europeo en materia de servicios públicos prestados por medios electrónicos.

 Lo cierto es que la experiencia actual demuestra que el modelo más avanzado es precisamente el público. Todos conocemos el ejemplo que nos proporcionan determinadas compañías de telecomunicaciones que para cursar una baja continúan exigiendo medios como el fax o el tradicional correo postal (auque la baja se refiera a la última tecnología en el mercado), mientras, que por ejemplo, el carné de familia numerosa o el de abono transporte o la presentación de la declaración de IRPF, por citar sólo algunos casos, puede hacerse de un modo muy sencillo en Internet. Sirva como ejemplo que en el año 2011 un 49,7 por ciento del total de declaraciones de IRPF presentadas (9,5 millones) se han tramitado por medios telemáticos, lo que supone un crecimiento del 15 por ciento en relación al año anterior (informe sobre la situación de la administración electrónica en la administración general del estado 2011).

 Tampoco hay que olvidar que es en el ámbito de las Administraciones en el que buena parte de las medidas sociales más avanzadas son una realidad desde hace tiempo. Mucho antes de que el sector privado comenzara a utilizar el lenguaje de la Responsabilidad Social Corporativa o el de la conciliación entre las esferas laboral y familiar o privada, las Administraciones públicas son un claro ejemplo de reconocimiento y aplicación de derechos sociales. Tanto es así que hay quien con mucho sentido del humor asegura que si Carl Marx hubiera conocido los derechos del funcionario español, sus teorías no hubieran transcurrido por el camino de la dialéctica o la lucha de clases, sino que directamente habría animado a las masas proletarias a realizar una oposición.

 La broma no es descabellada, ciertamente, y pone de relieve que las organizaciones públicas, lejos de ser lugares de atraso son motores de progreso y ejemplo de organizaciones modernas, adaptadas a los tiempos y sus valores.

 Ciudadanos / Clientes.

 Desde luego que no todo es perfecto y que las disfunciones existen. Por supuesto que existen y en todos los niveles; desde el fallo menos grave (un funcionario antipático), hasta el que se manifiesta en lo más esencial, como por ejemplo, según hemos visto en estos días pasados, cuando se producen errores fatales en la identificación de los obligados tributarios

 En todo caso estos errores no son exclusivos de la burocracia administrativa. También pueden predicarse de otras organizaciones más o menos comparables por su tamaño. La antipatía; el exceso de burocracia; la lentitud; la inoperancia también existen en las organizaciones privadas. Repito, intenten darse de baja en algún servicio de alguna gran compañía. Acudan a una entidad bancaria solicitando algún producto, servicio o información que no esté, digamos, estandarizada. Además de soportar la cola que muchas veces se produce en estas entidades (las colas no son exclusivas de la Administración), la respuesta más probable será un “vuelva usted mañana”.

 No es difícil concluir que las organizaciones privadas pueden llegar a funcionar mucho peor que los centros e instancias públicas.

 Además, hay una nota esencial que cualifica el funcionamiento de la Administración pública y es que frente a ella somos ciudadanos (a pesar de la tendencia actual, promovida por determinados expertos en imagen y marca, a mercantilizar lo que son funciones públicas) y no simples clientes o partes de una relación comercial. Esto supone que la Administración, al relacionarse con nosotros, tiene el deber y la obligación de respetarnos en cuanto tales, ciudadanos, y por lo tanto tiene el deber de atender un conjunto de derechos y garantías, algunas muy conocidas, como la igualdad de trato; la transparencia; el derecho a ser oídos, a obtener una respuesta motivada, etc. Cuando no lo hace, cuando no respeta ese marco, la indebida actuación de la Administración está sometida a revisión, por sus superiores o, en su caso, por los jueces.

 De Carlomagno a los papas de Avignon.

 Así pues, ya tenemos una primera conclusión importante que viene a llevar la contraria a los tópicos sobre la burocracia pública: las ineficiencias de la Administración son predicables de cualquier organización de gestión con una entidad similar. Esas ineficiencias, además, en la medida en que vulneren nuestros derechos, pueden ser denunciadas y, en su caso, corregidas.

 La Administración es necesaria y, en general, funciona bastante bien. Puede decirse que la Administración pública es la parte tangible de nuestros derechos como ciudadanos, pues su misión es precisamente dar vida práctica al marco de convivencia constitucional. La Administración son los hospitales, las carreteras; la policía, la defensa, el fomento. La existencia de una burocracia que vele y responda por el interés público es un signo de prosperidad y progreso.

 La contraposición entre de los estados feudales de la alta edad medida y las posteriores coronas, ya en el renacimiento, puede servir de ejemplo para ilustrar la anterior afirmación.

 El caso de imperio de carolingio es un claro ejemplo en el que una organización política en al que la Administración era prácticamente inexistente. El reino no tenía nada público, nada que fuera de todos, ni por tanto que sirviera a todos. Sólo tenía patrimonios privados; las fincas del rey y de los nobles (Donado Vara, 2010). Cada cual velaba en suma por lo suyo. Los vínculos entre todos estos potentados se construían con el vasallaje, esto es, mediante pactos de fidelidad y de ayuda mutua, recompensando con el botín de las conquistas. Para mantener la unidad de todos los territorios adquiridos el rey enviaba de vez en cuando a sus emisarios (muchas veces los obispos nombrados por el propio rey) e intentaba dar instrucciones a los señores territoriales. Pronto comprendido Carlomagno –con ayuda de la mentalidad más organizada de la Iglesia– que la única forma de dar vida a un reino afianzado era mediante la construcción de una Administración real que fuera más allá de los intereses particulares. No llegó el rey franco a lograrlo. Tras su muerte comenzó la decadencia y desmembración del imperio.

 El nacimiento de la Administración llega más tarde. Al final de la Edad media, cuando se consigue hacer distinguir el patrimonio privado del rey del patrimonio de la Corona, es decir, el Estado. Determinados hechos (Guerra de los Cien años, la peste) y determinadas instituciones (los primeros parlamentos, el ejército) ponen de relieve la existencia de un ámbito o esfera común, una res publica, cuya gestión es preciso realizar mediante un personal especializado (clérigos y letrados), a sueldo de la Corona y bajo criterios de estado (permanencia, unidad, protección) ajenos al interés particular.

 Un hito importante en este cambio de mentalidad fue la época en que la sede papal estuvo en la ciudad francesa de Avignon. A pesar de la incertidumbre política y mella en la institución que provocó el abandono de Roma, lo cierto es que los papas de Avignon ofrecieron un ejemplo de organización burocrática muy eficaz que los reinos y sus incipientes aparatos de administración tomarían como modelo.

 El nacimiento de la Administración pública trae consigo a la postre el nacimiento del estado moderno. En Europa ese nacimiento está acompañado de otras muchas ideas y sucesos audaces y determinantes como el inicio de los descubrimientos, al apogeo de las universidades, el Humanismo y posterior Renacimiento.

 De alguna manera estos antecedentes demuestran que el Estado no puede existir sin Administración. Y sin embargo, la Administración sí puede existir sin Estado y dar lugar a una sociedad gestionada; sin fines políticos, pero al menos atendida en lo esencial, configurando lo que Weber llama una “autoridad legal”, basada en la burocracia. Un buen ejemplo de ello nos lo ofrecen las administraciones internaciones de territorios en conflicto en los que la formación nacional o estatal no es posible.

 Gobernanza: la Administración del futuro.

 Probablemente, los críticos de las organizaciones burocráticas públicas no niegan en su mayor parte la necesidad de contar con ellas, pero entonces, tras esta concesión, lo que achacan al sistema es su sobre dimensionamiento. Esta imputación se ha vuelto particularmente recurrente en estos tiempos de aplicación de las llamadas políticas de austeridad, las cuales han sido especialmente dirigidas hacia todo lo “público”.

 De nuevo debe abordarse el diagnóstico –otro de esos tópicos propio del mundo de las ideas– con mucha cautela. Existen datos y circunstancias que permiten colegir que las administraciones públicas en España no han crecido en su mayor parte por puro capricho.

 Primeramente, es la propia organización constitucional la que quiere coexistan diversos aparatos administrativos por aplicación de un principio de proximidad (los asuntos han de ser atendidos por organizaciones cercanas al ciudadano). En segundo lugar, no es lo mismo administrar a 39 millones de españoles de los años 80 del siglo pasado que a los actuales 46 millones largos (INE enero de 2013).

 Tampoco es lo mismo administrar la actividad económica y social de los años 70 que la actual, con unos países sumidos en el llamado Mercado único y con numerosos sectores y ámbitos de actividad nuevos, emergentes y dotados de complejas regulaciones. Existen ahora ayudas, subvenciones, mecanismos, reglamentos comunitarios, etc., que no existían hace veinte o cuarenta años. El resultado es un sistema inevitablemente complejo, que no debe confundirse con “ineficaz”. Pensemos en un ejemplo práctico: la adaptación de nuestro ordenamiento jurídico a una Directiva comunitaria. Como es sabido, las directivas comunitarias pretenden homogenizar los diferentes derechos de los estados miembros de la UE, por lo que una vez aprobadas todos ellos deben proceder a adaptar sus normas conforme a lo establecido por aquellos. Esta tarea no es en absoluto sencilla. Se necesita gente, personal cualificado, y muchas horas de trabajo (el pasado año 2012 se  aprobaron más de medio centenar directivas europeas). El riesgo de actuar dirigidos por un tópico sin acudir a la realidad del terreno es  –continuando con el ejemplo de las directivas– el de resultar sancionados (con cuantías muy elevadas) por no adaptar a tiempo las normas comunitarias. Existen otros riesgos más visibles, como el del frustrante silencio administrativo. Si las tareas aumentan y el personal disminuye, la probabilidad de no ver resueltas nuestras peticiones aumenta.

 

En suma, las Administraciones públicas españolas poseen un papel muy esencial en el entramado institucional y, en la mayor parte de los casos desarrollan sus funciones a la altura de los servicios más avanzados.

 

En los último tiempos se viene utilizando por los expertos en gestión y sus organizaciones el concepto de Gobernanza, el cual viene a aludir a la capacidad de una sociedad para atender sus demandas sociales por medio de sus instituciones (P. Moscoso, 2008). Para esos mismos expertos, los nuevos modelos de Gobernanza tienen por delante el reto provocado por la ampliación de los servicios que deben ser desplegados por las Administraciones. Ya comentábamos antes que el incrementos de la publicación, los compromisos europeos, las medidas de regulación o desregulación de algunos mercados han traído condigo una carga de tareas administrativas. La reforma de las Administraciones por tanto, es siempre necesaria, pero no para atender supuestos síntomas o disfunciones que, realmente, no pertenecen más que al mundo de la ideología o de las charlas de café, sino para responder a las nuevas necesidades que impone una vida, un mundo cada vez más complejos y exigentes. Las Administraciones tienen fallos y carencias; en ocasiones muy relevantes. Resulta por tanto necesario un continúo proceso de análisis, evaluación y mejoras. Algunos autores (Andrés Muñoz Machado, 2008) han señalado algunos de los próximos objetivos de la Administración del futuro: mecanismos de evaluación; instrumentos participativos de gestión; transparencia; capacidad innovadora; actuación por resultados; mayor descentralización; potenciar las redes relacionales; calidad de los servicios, entre otros. Cabe añadir otros como la introducción del arbitraje en decisiones públicas; la disminución del número de recursos ante la Jurisdicción o la introducción de un sistema sancionador (multas) que atienda a la capacidad de pago del sancionado.

 

El informe CORA apunta en muchas ocasiones hacia esos objetivos (no a todos). Esto sin duda es muy bueno. También lo es que no ha caído en la tentación de atender a los tópicos sobre la materia. En cambio ha sido riguroso con los datos y ha relacionado de forma proporcionada medios y fines. A algunos les ha parecido insuficiente. Reclamaban más “podas”; todo les perece superfluo, cualquier órgano lo ven redundante. Querrán tal vez regresar a los tiempos feudales de Carlomagno, cuando el interés particular se confundía con el público o se imponía como tal. Cuando apelar al tribunal del rey era poco más que apelar a los capellanes y mayordomos de palacio.

De acuerdo