El capital de la empresa, y por tanto su propiedad, ha estado concentrado durante años en aquellos personajes que, haciendo gala de un gran espíritu aventurero, más que conocimiento y experiencia en la mayoría de las ocasiones, dispusieron parte de su patrimonio al servicio de la explotación de una idea, un interés, un producto o un servicio. Siempre supuso un riesgo y lo asumían en su totalidad.

Compartir esa aventura, ese riesgo y, claro está, el premio o la pérdida que puede ir pareja, supuso la entrada de más partes. Se dividía el capital y se acompañaba en el destino fruto del gobierno de la empresa en cuestión. Habían nacido los accionistas.  Cuando los primeros accionistas tomaron parte del capital de las empresas tenían una relación muy directa con los fundadores y pasaban por participar de forma más bien cercana en el gobierno y en la gestión.

Paradójicamente, el proceso de popularización del capitalismo llevó un fenómeno paralelo difícilmente adivinable a priori: un progresivo desinterés por el gobierno de las compañías. Quizá fuese motivado porque, a pesar de que las emisiones de acciones que suscribían miles de personas eran presentadas como tomar parte – y parte activa – en una determinada compañías, las inversiones eran más parecidas, en cuanto al comportamiento, a las de los mercados de deuda (y más concretamente deuda pública). Se esperaba simple y llanamente un rendimiento financiero. Influía de forma indudable la dispersión geográfica entre los distintos accionistas y la ausencia, prácticamente total, de comunicación entre ellos. De forma paralela, se enseñaba, y así se ponía en práctica, que esas aperturas del capital a una gran masa social constituían la forma más fácil de financiar la empresa manteniendo el status quo del gobierno de la organización. Así llegamos a un desequilibrio entre el poder y la propiedad, degradando de facto la participación minoritaria y su influencia. El accionista quedaba tan relegado que no constituía siquiera un grupo de interés para el gobierno de la compañía.

La situación descrita se convirtió en un modelo de creación de valor para los accionistas sin contar con ellos, en una reedición del modelo despótico ilustrado que convertía los Consejos de Administración en modernas réplicas de Versalles.

Y ahora vemos una nueva toma de La Bastilla. La aparición de las nuevas tecnologías y, en singular, de Internet, ha propiciado una suerte de revolución accionariado distante y aislado. El poder, antes centralizado en los órganos de gobierno de las compañías y en los grupos de interés ligados a los accionistas mayoritarios, se descentraliza. Aunque esta revolución no ha sustituido el paradigma anterior, sí ha supuesto un cambio, una orientación diferente que está transformando las organizaciones empresariales y la propia actividad de los inversores individuales.

El debate sobre la necesidad o no de proporcionar un mayor grado de poder a los accionistas se ha venido repitiendo en los últimos años, encuadrándose a medio camino entre la democracia de los accionistas y el activismo accionarial, sin entrar a debatir en muchos casos la influencia o las aportaciones de Internet a los problemas que subyacen. Se ha discutido la conveniencia de dotar de más poder a los accionistas ya de por sí, como fórmula para mejorar la calida del gobierno corporativo. Y cuando se apostaba por el proceso “democratizador”, las disputas se orientaban hacia el contenido, hacia el “sobre qué” pueden mandar los accionistas. 

Decía reciente The Economist que ‘la vieja guardia y, bajo la presión de obtener muchos más beneficios, una hueste de jóvenes gestores de hedge-funds se han convertido en activistas accionariales”. Estos no realizan sus movimientos a través de Internet, pero sí los promocionan y defienden en este medio. 

Una semana después de que Carl Icahn intentase tomar el control del Consejo de Time Warner, había quien se quejaba de que habíamos pasado del imperio del Consejero Delegado al imperio del accionista, en un sentido peyorativo claro, y auguraba nubarrones sobre el maravilloso paisaje que muestra la vitalidad de la Economía Americana. En esa dirección, podrían ponerse en peligro decisiones a largo plazo por culpa de decisiones cortoplacistas. Ya en 1989, la Corte Suprema de Delaware permitió que el Consejo de Administración de Time´s no aceptase una OPA hostil a 200 USD por acción y obligase a aceptar a los accionistas otra OPA, esta amistosa, a 138 USD por parte de Warner.

De acuerdo