La polémica que se ha suscitado tras la decisión de la Sala Segunda del Tribunal Supremo de condenar por unanimidad a Baltasar Garzón como autor de un delito de prevaricación en concurso con otro contra las garantías constitucionales, merece una reflexión desde el punto de vista del bien jurídico protegido en este caso: el derecho de defensa.

Un derecho que ayer el Tribunal Supremo acertó a proteger condenando al juez que ordenó intervenir y grabar las conversaciones que los letrados que defendían a varios imputados en el caso  Gürtel  mantenían con sus defendidos en el centro penitenciario.

Al conocer los hechos, los letrados valoraron la gravedad de estos hechos e interpusieron una querella contra el citado juez porque consideraron que la intervención judicial ordenada era ilícita al no investigarse en la causa delitos de terrorismo ni tener los querellantes la condición de imputados, ni haberse justificado por el juez esa condición procesal –ajena a la defensa– de los mismos, y que la actuación había sido mantenida conscientemente por el instructor para aprovecharla en su investigación, como se desprendía de lo actuado O sea, que había quebrantado a sabiendas el secreto de las comunicaciones y además el derecho de defensa, entre otros. 

El Tribunal Supremo dio ayer la razón a los letrados que en solitario y con el arma más poderosa, que es la razón, se han mantenido firmes en su independencia y en la defensa de los derechos de sus patrocinados. En realidad, pienso que con ello han prestado un loable servicio a nuestra profesión y a quienes depositan en nosotros su confianza.

Porque de tolerarse tales excesos el derecho de defensa quedaría pulverizado y rota la imprescindible relación de confianza que ha de unir al imputado con su letrado. Todo lo que el defendido hubiera contado reservada o confidencialmente a su abogado, para contradecir la imputación, lo conocería inmediatamente la Policía, el juez y el fiscal, y lo podrían utilizar en contra de aquél, tanto en la investigación como en el juicio.

Es verdad que algunos grupos organizados y armados –terroristas– crean situaciones excepcionalmente graves de inseguridad social que han llevado al legislador a permitir la suspensión o intervención de las comunicaciones entre letrados y defendidos, para evitar que estos últimos continúen delinquiendo con la ayuda de sus letrados. Pero semejante actuación excepcional, que se puede justificar por razones de seguridad o para evitar actuales o futuros delitos, ha de serlo siempre restrictivamente y ha de fundamentarse judicialmente caso por caso. Sería injustificable si tuviera por finalidad descubrir la estrategia defensiva de los terroristas, por muy terroristas que fueran, sin apreciar explícitamente indicios de delito en determinados letrados. Hay que tener muy en cuenta que la confidencialidad entre los acusados y sus defensores forma parte del derecho de defensa y éste es la base del Estado de Derecho.

Como es bien sabido, el caso Gürtel no era de terrorismo, ni se explicó por el juez en sus resoluciones limitadoras –ahora consideradas injustas– los indicios que podrían servir de fundamento a la imputación de los letrados querellantes, ni por tanto tenía justificación la intervención de las conversaciones de los mismos con su cliente.

Ahora sólo falta, para un más preciso comentario, la lectura completa de esta sentencia, pero ahí queda la ejemplar defensa de unos abogados y la ejemplarizante decisión unánime de una Sala. De todos modos este caso, y su sentencia, han servido para recordar que el derecho de defensa acompaña al ciudadano, reforzando los efectos del derecho a la libertad. Es el gran baluarte que nos protege a cada uno frente a los poderes del Estado en el ejercicio del ius puniendi, frente a todos los excesos que el ya ex juez Garzón o cualquiera otro que los ejerza o represente pueda cometer.

De acuerdo