Apolodoro de Damasco diseñó en el año 113 una columna conmemorativa para Trajano. Este elemento artístico supuso un nuevo lenguaje artístico y un nuevo soporte para la narrativa. A lo largo de una banda helicoidal quedaron representadas para la posteridad las hazañas militares del Emperador. Estaba situada entre dos bibliotecas que conservaban el saber de la época: la latina y la griega. A lo largo de la historia el hombre ha usado la comunicación como un acto esencial dentro de la constitución de la sociedad. Por este camino ha manifestado sus emociones, sus pensamientos, sus realizaciones y sus gestas. Durante gran parte de la historia esta comunicación fue verbal y no dejó rastros de sus contenidos, aunque si de sus formas en la evolución del lenguaje. Pinturas, papiros, libros, obras de arte han servido de vehículo para transmitir a contemporáneos y generaciones posteriores…

La comunicación es un proceso fundamental y la base de toda organización social. Resulta algo más que la mera transmisión de mensajes: es una interacción humana entre individuos y grupos a través de la cual se forman identidades y definiciones. Como dice Ramonet, la comunicación se ha convertido en uno de los paradigmas de nuestros tiempos, reemplazando lentamente al paradigma del progreso, transformando a la información ya en una «verdadera ideología» que nos obliga a comunicar y a equiparnos constantemente.

Esta ‘nueva ideología’ de la comunicación se basa en el libre flujo de información e ideas que es interactivo, igualitario y no discriminatorio. Lo que el Derecho ha venido llamando la libertad de expresión. No hay que olvidar, sin embargo, que bajo este nombre se habla de una pluralidad de derechos. Por eso, resulta afortunada la denominación que hace Torres del Moral del conjunto de esas libertades como “libertad de comunicación pública”, entendiendo como pública toda aquella que trasciende la propia individualidad, esto es, como toda comunicación posible. Es decir, que el bien jurídico que se protege con este derecho, no es propiamente la libertad de opinión personal, sino el derecho a comunicar ésta y otros contenidos informativos, tanto en un ámbito público como privado.

Así se deduce del art. 19 de la Declaración de Derechos Humanos de la ONU: “Todo ciudadano tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir información y opiniones y difundirlas sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
No se trata solamente de un derecho humano fundamental, sino que la libertad de expresión es garantía de la realización y profundización del principio democrático porque no sólo protege un interés legítimo individual, sino que también garantiza el libre flujo de informaciones y con ello, algo que forma parte del interés público: la creación y orientación de una opinión pública libre.

Este aspecto ha otorgado hasta hora una indudable trascendencia a la libertad de expresión, pues, al erigirse como condición previa y necesaria para el propio ejercicio  de otros derechos inherentes al funcionamiento de un régimen democrático, se afirma asimismo como uno de los pilares fundamentales de una sociedad libre, plural y democrática. Pero también resulta un elemento esencial de los cambios sociales que estamos viviendo en lo que muchos llaman Sociedad del Conocimiento o Sociedad de la Información. Porque no  debe olvidarse que es un derecho de relación, en tanto en cuanto su ejercicio se proyecta sobre otros individuos y sobre la comunidad en general. Por tanto, la libertad de expresión es la que posibilita la interactividad de las personas que forman el entramado social; esa interactividad que genera lo que venimos denominando ‘micropoder’.

Al igual que el micropoder nace del proceso de fortalecimiento de la capacidad de acción de las personas mediante la interactividad posibilitada por la revolución digital, la libertad de expresión adquiere una gran relevancia más allá de su vertiente de derecho fundamental. Los derechos humanos, que nacieron como derechos particulares frente al estado, han experimentado una influencia expansiva que se ha proyectado también en las relaciones propias  del derecho privado. En concreto, desde hace años se viene llamando la atención sobre la Drittwirkung de la libertad de expresión, es decir, su eficacia en el tráfico jurídico entre particulares. Esta faceta horizontal de la libertad de expresión guarda estrecha relación con el surgimiento del micropoder si consideramos el efecto catalizador de las nuevas tecnologías digitales.

Una muestra del alcance del nuevo micropoder de la libertad de expresión interactiva es el de aquellas opiniones, prohibidas en países concretos, que se difunden a través de Internet y superan la censura. En China, por ejemplo, las búsquedas a través de Baidu y Google – en su version ‘autocensurada’ – permiten acceder a información que contraviene las indicaciones del Gobierno. Por ejemplo se pueden encontrar noticias sobre comisiones del congreso norteamericano relacionadas con la libertad e Internet – o sobre otros temas – que están a disposición de todos en blogs. Los ciudadanos de países como China o Cuba, descubren el valor del micropoder al recuperar su libertad de expresión mediante la difusión de sus informaciones u opiniones en la web, que son recibidos por redes sociales de libertades cívicas, que sirven de multiplicadores del mensaje a escala planetaria, llegando a superar la incomunicación forzosa a la que los aparatos represores de esos Estados quieren reducirles.

Es habitual, en el conjunto de lo que hemos denominado “libertad de comunicación pública”, distinguir principalmente entre la libertad de expresión y el derecho a la información. Así lo hace el art. 20 de la Constitución Española. Mientras que la libertad de expresión ampara de modo general el derecho a difundir públicamente, por cualquier medio y ante cualquier auditorio, cualquier contenido simbólico, la libertad de información surge, con origen en la primera, cuando su objeto es noticia. Las libertades de comunicación pública concretan sus fines a través de la puesta en marcha de tres facultades jurídicas básicas. La primera es la libertad de buscar información, que implica el acceso a través de las fuentes de información adecuadas a opiniones de todo tipo. En segundo lugar estaría la libertad de difundir información, facultad activa que protege a la persona que transmite la información en la difusión, búsqueda y contenido. Por último, encontraríamos la libertad de recibir información, que implica la libertad de recibir todo tipo de información e ideas, en principio, transmitidas por los medios de comunicación social. 

El ejercicio de estas libertades depende sustancialmente de los propios medios de comunicación: prensa, radio, cine, TV, Internet. Esto se debe a que la transmisión de informaciones, especialmente aquellas de mayor interés público por referirse a la vida política, económica o cultural, no se verifica por el conocimiento inmediato de los individuos sino, principalmente,  a través de los distintos canales de información. 

A diferencia del resto de medios de comunicación, que sirven de intermediario entre el emisor y los receptores, las nuevas tecnologías digitales se caracterizan por posibilitar la interactividad on line. Es decir, frente a la radio, televisión y prensa controlados por editores y empresarios, Internet crea una comunicación infinita de uno con uno (mediante el correo electrónico), de uno con muchos (mediante una página web) de muchos con uno (por medio de una difusión electrónica o de sindicación de contenidos), y especialmente, de muchos con muchos (mediante el chat, los blogs, los grupos de discusión, etc). En la comunicación digital todos son emisores y receptores, dejando de ser imprescindibles los intermediarios. Como ha sucedido en otras etapas de la Historia, la revolución comunicativa de la interactividad no suprime los otros medios de comunicación social, sino que los modifica, pero sobre este hecho y sus implicaciones se trata extensamente en otro capítulo.

Internet no es un medio de comunicación de masas sino una plataforma de comunicación de personas. Esta característica supone una ampliación gigantesca de la libertad de expresión. Lo comprobamos al ver los esfuerzos de aquellos que pretenden controlar los mensajes en Internet. Al estar organizado como una red, el propio sistema busca itinerarios alternativos para evitar aquellos nodos controlados o censurados. Se puede afirmar que se está creando un sistema en el que el poder sobre la información se distribuye muchísimo más. Si durante siglos los distintos poderes institucionales han podido controlar y censurar la información, actualmente los ciudadanos gozan del micropoder que les permite comunicarse libremente entre sí, sin posibilidad de control efectivo y duradero. 

Esta característica implica que, para que los ciudadanos puedan ejercer su micropoder resulta imprescindible que la plataforma de comunicación interactiva se mantenga a salvo de los diversos intentos de intervención y control por parte de los Estados o las corporaciones empresariales. De lo contrario, se impediría a los ciudadanos interactuar libremente para participar activamente en la vida social mediante el ejercicio de su micropoder. 

Si tenemos en cuenta que, como hemos visto, el poder en la sociedad actual, cada vez más depende de la información, no resulta extraño que, como dice Castells “los gobernantes, en general, tienen una relación ambigua y complicada con Internet, porque Internet permite la comunicación horizontal y difunde la información en todos los ámbitos”. A todos los gobiernos del mundo, sin excepción, les preocupa la libertad que proporciona Internet a sus ciudadanos para «organizarse, informarse y comunicarse de forma autónoma»; es decir, lo que venimos llamando micropoder.

Resulta, por tanto, de gran utilidad aplicar en este contexto la doctrina de la posición preferente de la “libertad de comunicación pública”, expresada por primera vez en 1942 por el magistrado del Tribunal Supremo norteamericano H. F. Stone en su opinión discrepante en el caso “Jones versus the City of Opelica, 316 U.D. 584”. Esta doctrina viene a afirmar que tanto la libertad de expresión como el derecho a la información, en virtud de su relevancia pública, y sólo cuando la tengan, disfrutan de una posición preferente que les lleva a prevalecer incluso sobre otros derechos fundamentales. Dicha posición se basa en el servicio que el ejercicio de estos derechos comporta para el interés público. 

Desde luego, el valor preferente de las libertades de expresión e información no puede configurarse como absoluto. Si la posición preferente viene reconocida como garantía de la opinión pública libre, solamente puede legitimar las intromisiones en otros derechos fundamentales que sean congruentes con esa finalidad, es decir, que resulten relevantes para la formación de la opinión pública sobre asuntos de interés general.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que las nuevas tecnologías digitales de la interactividad han desdibujado el límite de lo que se entiende por noticia. Actualmente, el contenido de los mensajes que circulan por la web resulta una indescriptible mezcla de noticias, información, opiniones, datos, etc. Y todos ellos contribuyen a formar la opinión pública general. Por eso, resulta muy conveniente acudir al concepto acuñado por John Stuart Mill de ‘marketplace of ideas’ (mercado de las ideas). La libertad de expresión fomenta el flujo libre de ideas que es esencial para la democracia y para todas sus instituciones, y limita la capacidad del Estado para subvertir otros derechos y libertades. Fomenta entonces ese mercado de ideas, que incluye o implica, sin estar limitada por ella, la búsqueda de la verdad. Así se expresaba Stuart Mill en “Sobre la libertad”:
“Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión y solamente una persona fuera de la opinión contraria, no sería más justo que la humanidad impusiera silencio a esta sola persona, que si ésta misma, si tuviese poder suficiente para hacerlo, lo ejerciera para imponer silencio al resto de la humanidad.(…) Si la opinión fuera una pertenencia personal que no tuviese valor excepto para su dueño, si el impedir su disfrute no fuera más que un daño privado, habría cierta diferencia entre que se infligiese el daño a pocas personas o a muchas. Pero la peculiaridad del mal que supone el imponer silencio a la expresión de una opinión estriba en que supone un robo a la raza humana; a la posteridad igual que a la generación presente; más todavía a aquellos que disienten de esa opinión que a aquellos que la apoyan. Si la opinión es acertada, se les priva de la oportunidad de cambiar error por verdad; si es errónea, pierden lo que constituye casi el mayor de los beneficios, una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.

El concepto de “marketplace of ideas” serviría a la jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano para establecer que el interés público, protegido por las libertades de expresión e información, radica en el libre flujo de información y opinión. El famoso magistrado Oliver Wendell Holmes en la sentencia ‘Abrams versus United States’, 250 U.S. 616, de 1919 comenzó esta jurisprudencia, aunque su primera formulación literal data de 1965, año en el que el magistrado William  J. Breenan Jr. formuló una opinión concurrente en la sentencia ‘Lamont versus Postmaster General of United States’, 381 U.S. 301 (1965), en la que empleó la expresión ‘marketplaces of ideas’.

De acuerdo