La Monarquía suscita creciente interés en la opinión pública. Así ha sido al menos en España desde su última instauración. Cuando no eran las actividades propias del don Juan Carlos, han sido sus aficiones, los matrimonios del hasta hace unos días Príncipe heredero y los de las Infantas, los nacimientos de la tercera generación,la muerte de los Condes de Barcelona. La abdicación de Juan Carlos I y la sucesión y proclamación de Felipe VI han ocupado buena parte de los medios de comunicación durante tres semanas. Y parece que va a seguir en la misma tónica con los primeros viajes de éste y con los problemas que e busca el Gobierno para blindar la figura del Rey cesante y no dejarlo a merced de cualquier iniciativa ante los tribunales.  

Ortega sostenía en La rebelión de las masas que no se puede gobernar contra la opinión pública; ésta es un pilar fundamental sobre el que se asientan los poderes públicos y las instituciones; y cuando la opinión pública les vuelve la espalda, se desvanecen de puro gobernar en el vacío. Bertrand de Jouvenel, en parecida línea, cifraba la relación mando-obediencia en el crédito y en el hábito: el crédito que merece a la ciudadanía un gobernante o una institución nutre el hábito de aceptar su mandato y someterse a sus disposiciones; a su vez, el hábito puede mantener al gobernante durante cierto tiempo, aunque su crédito haya disminuido; pero, si el descrédito aumenta, no hay Gobierno ni gobernante que no termine siendo desplazado.

Nixon apenas pudo sobrevivir al escándalo de Watergate. Por su parte, algo tuvieron que ver los regalos del dictador africano Bokassa a Giscardd’Estaing con su pérdida de las elecciones presidencias de 1981. Berlusconi ha logrado dilatar su caída, pero ésta ha terminado produciéndose. Lo mismo les ocurre a los partidos políticos de Italia, España y Francia: su irregular, cuando no delictiva, financiación está contribuyendo a su actual y peligroso descrédito, que genera abstencionismo y socava los cimientos de la democracia.

No es lo mismo crédito que popularidad. El crédito tiene raíces más hondas. Hay en España políticos que siguen siendo populares y que, sin embargo, hace tiempo que agotaron su crédito como gobernantes.

Si antes hemos puesto ejemplos republicanos, otro tanto podríamos hacer con las monarquías. Decía Quevedo con una buena dosis de desencanto: “Para ver cuán poco caso hacen los dioses de las monarquías de la Tierra, basta ver a quién se las dan”. No sé si los reyes que él sufrió merecían tal invectiva, pero los ha habido. La monarquía no escapa a tan férrea ley de la opinión pública. Incluso está sometida a ella de forma singular y más incisiva.

Ello es así porque, aunque a los reyes, en las monarquías parlamentarias, no les alcanza responsabilidad por la dirección que imprimen a la política otros órganos del Estado, sí están en el punto de mira de la ciudadanía por su función simbólica e integradora. Esta función no puede cumplirse sino con prudencia, dedicación y saber hacer, lo que engendra prestigio, “auctoritas”. 

Pero, además, la esencia de la monarquía reside en la atribución del máximo carácter público-estatal a algo de por sí perteneciente al ámbito jurídico-privado, como es la familia, el matrimonio y el Derecho sucesorio. Por eso, aunque la jefatura monárquica del Estado es estrictamente unipersonal, los miembros de la familia regia, en cuando integran el orden sucesorio y, por tanto, pueden acceder a dicha magistratura suprema, están obligados a cultivar el prestigio de la Corona. Y, como es evidente, esa responsabilidad es tanto mayor cuanto más arriba estén en el orden sucesorio. Nada digamos si se trata del monarca.

Más aún: en este punto la monarquía está en desventaja con la república. El descrédito de un presidente republicano puede comportar su dimisión o su no reelección, pero esto no puede ocurrir en las monarquías parlamentarias. Están ya muy lejanos los tiempos en que la Corona pasaba de unos miembros a otros de una dinastía cuando los monarcas se hallaban en dificultades, o aquel otro tiempo en que se buscaba en Europa una nueva dinastía a ver si con ella teníamos más fortuna. Hoy esto parece impensable. Dicho en otros términos: el descrédito de reyes, príncipes y demás miembros de las familias regias puede arrastrar el de la propia forma monárquica, que no basa su salud política en la medicina del sufragio, sino en la singularidad de una familia y en la función simbólica e integradora que cumple.

La Monarquía española, instaurada en circunstancias extraordinariamente difíciles, logró salvar la prueba ganando crédito y popularidad en España y fuera de España. Conservarlo y acrecerlo  era una grave responsabilidad que a todos concernía y a la que se supo hacer frente durante bastantes años, pero acaso ha sido desatendida en los últimos tiempos.A Felipe VI le corresponde la importante tarea de elevar el actual tono un tanto gris de la institución. Éste ha sido precisamente uno de los pasajes más destacados del discurso pronunciado con motivo de su proclamación como Rey al tiempo que prometía una nueva monarquía para unos tiempos nuevos: transparencia, ejemplaridad y valores éticos. En esta ya dilatada crisis de desmoralización, en los dos sentidos que Aranguren resaltaba de este término: déficit de moralidad y decaimiento anímico, Felipe VI tiene su crédito intacto y entera la esperanza que la mayor parte del pueblo español deposita en él porque necesita creer en alguien y en algo. Pero el plazo de que dispone no es muy dilatado pues ya se oyen, muy cercanas, la voces republicanas. Esperamos y deseamos que supere la prueba y se cumpla la sabia sentencia: “la espada de Damocles ha logrado más victorias que la de César”.

De acuerdo