Un informe reciente recogía que el 91% de las empresas del Ibex han incorporado los riesgos reputacionales en sus informes anuales, frente al 43% que lo hacía en 2013. La gran mayoría de estas empresas (el 80%) no solo informa de estos riesgos sino que explica cómo los gestiona, una gestión en la que se incluyen, principalmente y por este orden, las políticas de cumplimiento legal, la observación de los códigos de conducta, las relaciones de confianza con los grupos de interés y las políticas de comunicación y transparencia. Dicho de otra forma, las empresas cotizadas muestran conciencia de la importancia estratégica de la reputación y se preocupan por diseñar y desarrollar políticas focalizadas para preservarla y cuidarla, políticas que incluyen no solo lo que se cuenta sino también lo que se hace.

Sin embargo, como también admitía ese informe, el riesgo reputacional no siempre se corresponde con una merma en los resultados económicos. Y de hecho el principal hándicap para que la gestión de la reputación adquiera un mayor rango estratégico empresarial es que las crisis de imagen pueden no ir unidas a una merma de los beneficios empresariales, ni siquiera en el sector financiero, el teóricamente más sensible a las crisis de opinión. Casos por todos conocidos que muestran sin ambages que los problemas reputacionales no siempre pasan factura a los resultados económicos, al menos a corto plazo.

Probablemente el caso de alarma reputacional más notoria que hayamos tenido en España en los últimos años, y además colectiva, ha sido la de las empresas que con motivo de la declaración de independencia de la Generalitat decidieron establecer su sede social fuera de Cataluña. Fue un caso realmente insólito que puso la reputación en el centro de las decisiones empresariales, ante el temor de un boicot o una pérdida de confianza masiva de estas marcas entre los consumidores, ahorradores e inversores españoles y catalanes no independentistas.

Sin embargo, se trató de una situación excepcional y aunque muchos teóricos han pregonado el advenimiento de una economía del buen nombre, cosa que quizás suceda en el futuro, lo cierto es que aún estamos lejos de ese paradigma, y la mayoría de consumidores tomamos decisiones de compra e inversión reputacionalmente ciegas. Dicho de otra forma, vemos un producto y lo compramos porque nos gusta o nos interesa o tiene un precio más bajo que el de la competencia, pero en la mayoría de los casos no nos paramos a valorar si la compañía que lo produce o comercializa tiene políticas corporativas justas, es responsable social y medioambientalmente, mantiene buenas relaciones con su entorno o desarrolla políticas de gobernanza que evitan o dificultan la corrupción o el enriquecimiento ilícito de sus propietarios o directivos.

Y sin embargo, ciertamente, y a pesar de todo esto, a pesar de que crisis reputacional no equivale automáticamente a deterioro económico inmediato, a pesar de que ni siquiera hay evidencias de que crisis de imagen y crisis de empresa sean sinónimos a largo plazo, hay razones, y muy sólidas, para ocuparse de la reputación. Y estas razones tienen que ver con la finalidad última de las empresas, que no es, no puede ser únicamente, generar beneficios, sino construir valores sólidos y con vocación de permanencia a través de un proyecto empresarial con solvencia financiera también, pero sobre todo con compromiso personal de su organización. Esa es al menos la visión que tenemos quienes compartimos un planteamiento empresarial de carácter humanístico.

Quiero decir con ello que la razón principal para cuidar la reputación es sencillamente garantizar que las personas que lo ejecutan se desarrollan e identifican con dicho proyecto, que las cosas se hacen bien y que dichos valores van a permanecer estables, sin depender exclusivamente de los beneficios. Esta percepción de la reputación no solo debe ser un efecto positivo para los consumidores, sino sobre todo para la propia organización, los empleados. Ese es el secreto: la reputación afianza la gestión del personal, garantiza la fidelidad y construye proyectos empresariales estables. Otorga credibilidad. Desde dentro hacia fuera. Nos hemos manageacostumbrado tanto a esos discursos del ment que ponen siempre el foco en el cliente o consumidor que nos hemos olvidado de la reputación como forma de gestión interna, con respecto a los propios empleados.

El prestigio de nuestra marca no debe ser entendido nunca como un medio de rentabilidad ni con el único propósito de satisfacer sólo al consumidor, al cliente final, sino por el contrario, debe ser entendido como un fin en sí mismo: crear una cultura estable en la organización, basada en la identidad corporativa de valores, como el compañerismo, la lealtad institucional, la fidelización de tareas o la decencia en el desempeño. Por eso, la reputación debe estar en el centro de los sistemas de gobernanza y dirección. Probablemente hay también motivos económicos y de management, pero las principales razones son éticas y humanísticas: el empleado es el foco, no sólo el cliente.

 

Francisco José Fernández Romero
Socio director Cremades & Calvo-Sotelo (Sevilla)

De acuerdo