En París, el 10 de Diciembre de 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Uno de los derechos fundamentales establecidos y acordados por las naciones del mundo es aquel que defiende que toda persona tiene derecho “a la salud y el bienestar” (artículo 25). Este derecho ha sido desarrollado en sucesivos pactos internacionales y es ahora un derecho fundamental, que le corresponde a cada persona sin discriminación por motivos de raza, edad, ideología o religión. La pandemia y su efecto desproporcionado en las personas pobres y las personas de color nos hace cuestionar si los estados firmantes están cumpliendo seriamente la promesa de la Declaración Universal.

Las prisiones del mundo siguen siendo un importante foco de contagio. Permitir que las prisiones continúen albergando gente en pequeños espacios compartidos es el caldo de cultivo perfecto para la propagación de la COVID-19. Ya se puede ver su repercusión en tasas de infección significativas. Aunque no hay muchos datos oficiales, las estimaciones del Informe Middle East Monitor del 22 de junio es que hay 44.925 casos oficiales de coronavirus en las prisiones de los Emiratos Árabes Unidos y más de 300 fallecidos. Las estimaciones del New York Times indican que durante el periodo comprendido entre mediados de mayo y mediados de junio, los presidiarios de las cárceles de los Estados Unidos que se conoce que están infectados se han duplicado, y las muertes en las cárceles relacionadas con el coronavirus también han aumentado a 73. La prisión de San Quintín, en las afueras de San Francisco, California, ha informado de alarmantes aumentos de infecciones por virus y ahora de fallecimientos. Sigue existiendo un gran riesgo de que una sentencia de prisión hoy en día equivalga a una sentencia de muerte. ¿Cómo podemos justificar tal resultado? Especialmente cuando tantos prisioneros son encarcelados por delitos no violentos, incluso políticos, o encarcelados antes de ser condenados. ¿Qué ha pasado con las promesas de la Declaración Universal? El problema ha sido reconocido y se han dado pequeños pasos, pero la realidad es que se ha negado la promesa de salud a los presidiarios del mundo y la consecuencia es a la vez aterradora y horrorosa.

Recientemente, el filósofo alemán Harmut Rosa advirtió acerca de nuestros mayores: “En una sociedad acelerada, no son respetados como ancianos y sabios, sino que son abandonados como si no pertenecieran al presente”. Esta llamada a la protección de los ancianos y los más débiles es real. Hemos oído en ocasiones que probablemente sea más adecuado permitir amenazas a la vida de los ancianos para que la destrucción de la economía disminuya. ¿Cómo se lleva a cabo ese cálculo? ¿Qué valor estamos dando a las vidas? Existen muchos testimonios que afirman que en bastantes países los sistemas de salud públicos no han proporcionado la asistencia médica necesaria a pacientes de la tercera edad o con patologías previas. Incluso si los equipos médicos tuvieran los medios, estos se habrían reservado para pacientes más jóvenes y sanos con más posibilidad de sobrevivir a la pandemia. Prácticas con connotaciones eugenésicas que difícilmente pueden conjugarse con el derecho a la vida inherente a la dignidad humana, amenazan el núcleo de valores de una sociedad civilizada y, aun así, tienen lugar estas conversaciones como si la ancianidad y los enfermos pudieran ser fácilmente desechados y abandonados. ¿Quiénes somos?

Otro derecho fundamental que está siendo limitado e incluso abandonado a la luz del actual estrés de la pandemia, es el derecho a la privacidad. El derecho a la privacidad ha sido un derecho básico, reconocido por los griegos, alentado por los filósofos de la Ilustración y claramente articulado por los juristas americanos Warren y Brandels en su famoso artículo “The Right to Privacy” publicado en 1890 y al cual se debe, en gran medida, la configuración constitucional de este derecho a la privacidad. La aparente voluntad de nuestros legisladores y líderes políticos de rastrear a ciudadanos infectados o que hayan estado expuestos al virus, y la consiguiente imposición de órdenes de confinamiento, aunque sea ciertamente defendible para el conjunto de la sociedad, únicamente debería ser permitida cuando existan las garantías apropiadas y se tuviera en consideración la necesidad de respetar y proteger la privacidad y otros derechos fundamentales.

Traemos estas reflexiones a colación porque esta pandemia puede ser la tormenta perfecta para limitar los derechos fundamentales de cualquier ser humano más allá de lo estrictamente necesario para resolver esta terrible crisis. La COVID-19 no solo tiene que ver con la salud, toda vez que también amenaza a las instituciones democráticas y al propio estado de derecho. Sin derechos fundamentales, un sistema político difícilmente puede ser calificado como democrático. La dignidad inherente a toda vida humana nos obliga a estar vigilantes y a afirmar con rotundidad que los derechos humanos no están en cuarentena, sino al contrario, son la principal garantía de que el cambio de época a la que nos dirigimos sea más justa y equitativa que en el pasado.

Javier Cremades, Abogado y Presidente de la World Jurist Association y Cremades & Calvo-Sotelo

David Mills, Abogado y Catedrático de Derecho en Standford Law School
 

De acuerdo